No me resulta agradable criticar al Presidente de Venezuela cuando todo parece indicar que se debate entre la vida y la muerte. Sin embargo, sí debo referirme a la vieja tara política latinoamericana, esa que refleja una permanente inmadurez institucional. En ella, la democracia no es más que una formalidad que sólo legitima el autoritarismo de turno, tanto como al asistencialismo más primario y clientelar.
La inmadurez que refiero es un viejo conocido del Perú. Durante el siglo XIX, los caudillos triunfantes de nuestras congénitas guerras civiles se legitimaban realizando elecciones post-victoria militar en las que siempre resultaban ganadores. En la segunda década del siglo XX, Augusto Leguía se reeligió dos veces en comicios en los que fue candidato único y ganó, sorpresivamente, con el 100% de los votos.
También Manuel Odría buscó adornar con ropajes democráticos su obscena e implacable dictadura convocando y ganando las elecciones de 1950, no sin antes desterrar al General Montagne, su frustrado competidor. Ya en la década de 1990, el fujimorismo implementó una versión más sofisticada de la misma receta. Al mismo tiempo que consentía la actuación de una arrinconada oposición política, las instituciones del Estado fueron cooptadas por el nefasto Servicio de Inteligencia Nacional. De esta manera, el régimen proyectaba una falsa imagen democrática.
El punto de quiebre del fujimorismo se inició en 1996 con la aprobación de la pantagruélica Ley de Interpretación Auténtica. Según sus considerandos, como la vigente Carta Magna se promulgó en 1993, Fujimori jamás fue elegido en 1990 por lo que en 2000 postulaba “legítimamente” a su primera reelección. Hace pocos días, el Tribunal Constitucional venezolano estableció que no es necesaria una nueva toma de posesión para el caso de Chávez y dictaminó la continuidad del régimen anterior. En otras palabras, no habrá cambio de gobierno y a mí, irremediablemente, todo aquello me recuerda el cinismo que padecimos la década tras-anterior.
Es por ello que en esta reflexión quiero dirigirme a quienes entonces se sintieron asqueados. Quiero dirigirme a quienes, como yo, repudiaron la anti-constitucionalidad del fujimorismo y hoy dudan frente a Chávez. Quiero dirigirme a la izquierda que, desde 1989, comprendió la inviabilidad histórica del socialismo marxista y evolucionó a posiciones social-demócratas para encarrilar la lucha política por los rieles de la institucionalidad democrática.
A esa izquierda yo le cuestiono las credenciales “socialistas” de Hugo Chávez quien, más bien, ha implementado un mega-estatismo del petróleo en Venezuela, del que obtiene los recursos para asistir directamente a las mayorías más necesitadas, comprando de esta manera su lealtad. A esa izquierda quiero recordarle que Fujimori hizo exactamente lo mismo. Es decir, intervino las instituciones del Estado, secuestró los medios de comunicación y acaparó los programas sociales para convertirse en el único actor político capaz de atender las necesidades de la población.
No nos engañemos: Chávez es de izquierda porque millardos de barriles de petróleo se lo permiten, Fujimori fue neoliberal porque el país no tenía un centavo y requería capitalizarse. Pero detrás de apuestas ideológicas antagónicas se regodea el mismo dictador latinoamericano, bananero y tropical, protagonista de tantas novelas real-maravillosas. ¿Es lo que queremos para América Latina en el siglo XXI?