La toma de posesión de la segunda presidencia de Barack Obama, enmarcada dentro del más puro populismo, eso sí, populismo a la norteamericana, tuvo de todo; fiestas con baile, paradas militares, desfiles de bandas colegiales, música con estrellas del pop actual, famosos de Hollywood, así como una gran presencia de pueblo en la calle, con mucha representación hispana, dando gritos entusiastas a favor de su Presidente. Las formalidades dentro del espectáculo, que también las hubo, vinieron con el acto de juramentación del Presidente y del Vicepresidente, (al parecer allá en EEUU, no hubo "continuidad administrativa" alguna), y sobre todo, con el discurso que el presidente reelecto pronunció en las escalinatas del Capitolio, al aire libre, como si de un ágora de la antigua Atenas se tratara, frente a un conglomerado humano, que mezclaba gente común con magistrados de la Corte Suprema de Justicia, artistas, políticos y minorías étnicas que con sus votos ayudaron significativamente al triunfo de Obama. Un discurso que quedará para la historia y marcará época.
La pieza oratoria, de unos veinte minutos de duración, bien estructurada, muestra un Obama más suelto y seguro en sus propósitos reformistas, que alude al credo y los ideales que cimentaron la nación norteamericana, como recordatorio de que ese espíritu de libertad y de búsqueda de la felicidad, que animó a sus fundadores, está aún presente. En las propias palabras de Obama: "Cada vez que nos reunimos para la toma de posesión de un presidente, somos testigos de la solidez perdurable de nuestra Constitución. Afirmamos la promesa de nuestra democracia. Recordamos que lo que une a esta nación no son los colores de nuestra tez ni los principios de nuestra fe ni los orígenes de nuestros apellidos. Lo que nos hace ser excepcionales, lo que nos hace americanos, es nuestra lealtad a una idea, articulada en una declaración que fue hecha hace más de dos siglos:
"Sostenemos que estas verdades son evidentes por sí mismas; que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables, que entre ellos están la vida, la libertad, y la búsqueda de la felicidad".
Después de estos antecedentes, disparar la flecha al blanco preciso es casi previsible. La forma en que Obama lo hace, nos recuerda de alguna manera, aquel discurso de Caldera, también en el Congreso, dirigido al "chiripero", veamos: "Pues nosotros, el pueblo de Estados Unidos, entendemos que nuestro país no puede tener éxito cuando cada vez menos gente tiene mucho éxito y cada vez más gente apenas puede cubrir sus gastos. Creemos que la prosperidad de Estados Unidos tiene que ser una responsabilidad que esté sobre los amplios hombros de una clase media creciente. Sabemos que Estados Unidos prospera cuando todas las personas pueden disfrutar de independencia y orgullo en el trabajo que hacen; cuando los salarios de un trabajo honesto liberan a las familias de estar al borde de la penuria. Somos fieles a nuestra creencia cuando una niñita que nazca en la más penosa de las pobrezas sepa que ella tiene la misma oportunidad de tener éxito que cualquier otra persona, porque ella es americana, ella es libre, y ella es igual, no solo ante los ojos de Dios, sino ante nuestros propios ojos".
Las promesas de reformas económico-sociales parecen pues naturales y más que justificadas, no obstante los sectores ultraconservadores que aún persisten en el Partido Republicano y también, en menor medida, en el Demócrata. Reformas legislativas de contenido social que darán nuevos derechos a la comunidad homosexual en momentos en que la Corte Suprema de Justicia celebrará, dentro de unos meses, un debate histórico sobre el matrimonio gay; políticas migratorias que favorecerán a más de diez millones de inmigrantes ilegales; reformas impositivas que pecharán las grandes fortunas norteamericanas; reformas en la seguridad social que pondrán más cerca, a millones de ciudadanos, la atención médica que hasta ahora, dado su alto costo, les estaba negada; restricciones a la venta y libre porte de armas; reducciones en el presupuesto de gastos militares y del gasto público en general. En definitiva, un nuevo modelo de Estado, pero sin renunciar al sueño americano.
Un Obama, este de ahora, menos vacilante que el anterior, más arriesgado, que sabe muy bien al comenzar su segundo y último período de gobierno, que no tiene nada que perder, pero sí mucho que ganar.
Nota publicada en eluniversal.com