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REDES SOCIALES
Miércoles 30 de enero 2013

Los límites de las marchas

Por: Grover Pango Vildoso
Los límites de las marchas
Foto: Difusión


Grover Pango Vildoso, autor de estas líneas


Cuando alguien “MARCHA” por las calles, con todo lo que ello acarrea y significa, debiera tener algunas cosas muy claras: las indiscutibles razones por las que debe marchar, la probable simpatía (o antipatía) que su acto genere en los circunstantes y el efecto ulterior del acto realizado.

Una “marcha” puede darse por múltiples razones. Se suele marchar solicitando o rechazando algo, con lo cual se espera un resultado. Pero también hay otras marchas de carácter celebrativo o de respaldo, que tienen una finalidad más bien simbólica, emocional y hasta festiva.

En nuestro país se marcha por muchas cosas, aunque seguramente el mayor número corresponde a las marchas de protesta, a veces en medio de otras manifestaciones sociales como una huelga. Ha habido casos formidables (y violentos penosamente) como los de julio de 1977, preludiando el fin del “gobierno revolucionario de la fuerza armada” y sus dos fases; o la marcha de los “cuatro suyos” del año 2000, con la concurrencia masiva y organizada de los demócratas contra la tercera reelección de Fujimori.  En ambos casos el resultado fue una vuelta a la democracia…. y a sus imperfecciones.

Pero no todas las marchas tienen la misma dimensión ni rotundidad. No digo IMPORTANCIA porque ella sólo puede ser estimada por quienes la organizan. Sin embargo, es recurso bastante frecuente –yo diría que demasiado frecuente- y al reiterarse corre el riesgo de banalizarse y, por tanto, perder el efecto deseado.

En las  décadas de los 70’ y casi hasta el fin de siglo se hizo abuso de las marchas universitarias, por ejemplo. Se marchaba en protesta por asuntos tan singulares que hoy pueden parecer absurdos: para bajar los precios del comedor universitario, para que se otorgue el carnet universitario, para que aumenten las vacantes en el ingreso. Y ellos perdían clases, en autocastigo.

Recuerdo que se invocaba la “solidaridad” de la población, aunque nunca supe de qué manera podía ésta expresarse. Ahora mismo, el noble objetivo de obtener agua, desagüe o luz eléctrica puede ser motivo de una marcha para “sensibilizar” a la ciudadanía. Me asaltan dudas sobre la simpatía que estas movilizaciones generen, especialmente cuando nuestras principales ciudades (no sólo Lima, ciertamente) soportan una sobrepoblación vehicular preocupante.

Agreguemos que marchar implica dejar de hacer algo. Salvo los desocupados –cuyas marchas podrían tener más sentido que cualquiera- todas las demás personas están abandonando sus quehaceres para marchar. En estos días, con ocasión de una marcha contra un proyecto minero al sur del país, un vecino expresaba su deseo de participar y reclamaba que las autoridades debían, como lo habían hecho por Dakar, haber decretado feriado. Aunque Ud. no lo crea. Claro que no faltó aquella autoridad que dispuso la participación de “sus trabajadores” para aumentar el número de marchantes. Habemus Conga. Pero, si algún sentido ético tienen las marchas, y las huelgas con mayor razón, es que en ellas está implícito un riesgo y un sacrificio, siempre menor a lo que se espera obtener precisamente por esa vía.

No todas las marchas son un disparate, así como no todas son una epopeya. De lo que se trata es de buscar, también en estos mecanismos de expresión ciudadana, una oportunidad para la pedagogía cívica y negación de la manipulación política. Marchar en contra de algo y no saber por qué es tan lamentable como marchar a favor de algo por el precio de una titulación, por ejemplo.

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