La historia de Cataluña es pródiga en actos separatistas e independentistas, algunos de la propia España a la que ha estado unida, desde su propia formación, a través del Reino de Aragón y otros de la vecina Francia a la que ha permanecido por pedazos y por ratos. Pero al igual que ocurre con las Vascongadas que también tienen un pie en España y otro en Francia, los movimientos secesionistas tan solo fermentan y bullen en España.
La interpretación de esta realidad es compleja. Al menos, no hay una respuesta suficientemente satisfactoria que explique, por ejemplo, por qué un vasco francés, se siente a gusto siendo francés, mientras que un donostiarra quisiera no ser español. El que la parte francesa de las Vascongadas sea más pequeña o que la Cataluña francesa sea menos importante que la peninsular, parecería suficiente razón para comprender por qué ha sido el español, el escenario principal donde se han desarrollado aquellos nacionalismos, así como la aparición de ETA. También podría buscarse una respuesta, en la forma en que históricamente los gobiernos españoles y franceses han manejado el asunto, sobre todo si tenemos claro que el papel de la diplomacia francesa ha sido siempre el de meter las narices más allá de sus fronteras y sacar luego buen provecho, tal como ocurrió en el siglo XVII con la revuelta entre realistas e independentistas catalanes, estos últimos apoyados por Luis XIII, a cuya corona terminaron anexados los territorios catalanes, mediante la firma del tratado del 16 de diciembre de 1641. O similarmente, cómo explicar la larga e impune acción terrorista de ETA, escondiéndose cada vez que cometía sus criminales atentados en el territorio galo, situación a la que solo se puso punto final cuando la policía española contó con el apoyo verdadero de sus colegas franceses, bajo la presidencia de Sarkozy. Obviamente la política exterior española no ha sido tan brillante; pero peor lo ha hecho la política doméstica que en el siglo pasado, pasó de la represión franquista que anuló todo tipo de libertades y manifestaciones nacionalistas, a un régimen de liberalidades autonómicas de todo género, recogidas en la Constitución de 1978, entre las que sobresalen, la oficialización del vasco o del catalán, junto al castellano, algo que, por el contrario, la reforma de la Constitución francesa de 1992 no hizo, al establecer que el idioma oficial era el francés. Dentro de las debilidades que la política española reciente ha tenido como hándicap, y de las que los nacionalismos han sabido sacar provecho, se encuentran algunas políticas de los gobiernos socialistas dirigidas a favorecer las minorías; aunque son gobiernos de derecha como este de Rajoy, en los que los nacionalistas creen que hay un terreno más abonado para iniciar la ruta del separatismo.
Otra explicación pudiéramos encontrarla en los entresijos de la partidocracia española, dentro de la cual no ha descollado, dentro de los dos grandes partidos políticos existentes, un político catalán o vasco, con suficiente arraigo nacional como para llegar a la Moncloa. Un detalle que lejos de no parecerlo, tiene su importancia. La culpa de ello radica quizás, en que los dirigentes vascos o catalanes han preferido dedicarse al trabajo partidista regional, donde el nacionalismo es un buen negocio, con el que se puede llegar igualmente al Congreso de Diputados.
Pero tal vez, la verdadera explicación de todo ello esté en la devaluación ética y espiritual que afecta desde hace décadas a España y a los españoles, catalanes y vascos incluidos. Eso que Ortega denominó en su momento "la descomposición nacional" y cuyo origen ubicaba en "el alma misma de nuestro pueblo". La norma histórica que en el caso español se cumple, decía Ortega, "es que los pueblos degeneran por defectos íntimos. Trátese de un hombre o trátese de una nación, su destino vital depende en definitiva de cuáles sean sus sentimientos radicales y las propensiones afectivas de su carácter. De éstas habrá algunas cuya influencia se limite a poner un colorido peculiar en la historia de la raza. Así hay pueblos alegres y pueblos tristes". Qué duda cabe, que España es hoy un pueblo triste.