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Domingo 17 de febrero 2013

El renunciante y los vitalicios

Por: Elías Pino Iturrieta.
El renunciante y los vitalicios
Foto: Referencial
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La renuncia del Papa Benedicto XVI ha impactado al mundo, pero quizás especialmente a Venezuela. El hecho de que el pontífice se retire de la barca en un mar cuyos almirantes rara vez buscan la orilla, o sólo tocan tierra un poco para tomar de nuevo el timón en medio de la calma, o en el centro de las tempestades, debe llamar la atención en cualquier lugar debido a que se trata de una decisión insólita. Sin embargo, pienso que debe provocar especial atención en una sociedad como la nuestra, en la cual han pululado las vocaciones vitalicias alrededor del trono.

Tal vez el caso del presidente Chávez sea la perla del collar nacional en el proceso de las ganas imperecederas de permanecer en la cúpula, la exhibición más indiscutible de un hombre sujetado al poder contra viento y marea. No sólo porque lo ha manifestado con su conducta desde hace 14 años, sino especialmente por las mañas desarrolladas por sus acólitos para que lo consideremos como jefe del Estado cuando ya ha hecho un palmario mutis por el foro. Pero no se trata de un hito singular, por desdicha, sino únicamente del que más de cerca nos toca porque lo presenciamos, lo sufrimos o lo disfrutamos según sea la sensación de cada cual en una sociedad que debe tener presente el imperio de Juan Vicente Gómez, apenas derrumbado por la muerte. Curioso caso el de este sujeto llamado Benemérito, no en balde forma parte estelar del imaginario nacional pese a sus crueldades, a su estulticia y a sus depredaciones, pero también porque la celebridad ha arropado en términos positivos a quienes apuntalaron sus dominios con códigos y subterfugios. Esos caballeros que figuraron en el gabinete gomero, o le maquillaron las Constituciones mientras redactaban deplorables panegíricos, se consideran hoy como funcionares estelares, como pensadores insignes, como constructores de la nación moderna, y a pocos se les ocurre recordarlos cómo fueron de veras, esto es, como cómplices y beneficiarios de una de las épocas más oscuras de Venezuela. De lo cual se puede deducir que no les va nada mal entre nosotros a los servidores del continuismo, del personalismo más abyecto, hasta el extremo de que puedan servir de aliciente para los afanados adeptos del desaparecido o escurridizo mandatario de nuestros días. A lo mejor la historia los coloca en el pedestal de hombres públicos tan reputados como Gil Fortoul, Zumeta y Vallenilla Lanz.

También pueden tales siervos de la actualidad fijarse en el ejemplo de Guzmán Blanco, si no reparan que puede funcionar como boomerang. Fueron tan afilados los colmillos y tan crecidas las agallas del Ilustre Americano que no se conformó con gobernar desde Caracas, sino también desde París. De allí que tal vez no inaugurase el cable submarino para la promoción del progreso material del cual se convirtió en heraldo, sino para la atención de sus propósitos de poder. Mandara quien mandara desde 1870 y hasta fines del siglo, época de su muerte, cuando no estuvo en el país manejó los hilos del poder desde el extranjero, o los quiso manejar. Sus instrucciones llegaban con puntualidad, a pesar de la distancia. Sugería el cambio de los ministros y hasta la disposición de los combates de las guerras civiles, sin moverse de su escritorio ultramarino. No dejaba de enviar perentorios recados con los burócratas de confianza y con los adulantes que lo visitaban. El hecho demuestra que se puede gobernar desde el extranjero sin solución de continuidad y con resultados concretos, pues nadie puede negar que la influencia del ausente sólo se disipó con su viaje al cementerio. Pero el ejemplo tiene problemas para quienes promueven hoy el continuismo de un hombre sobre cuyo destino se carece de noticias ciertas. El que buscaba a Guzmán, encontraba a Guzmán. Se dejaba ver en los salones de moda y en las recepciones de sus hijas casadas con figuras de la aristocracia. Recibía a los generales de liberalismo amarillo o a los escribidores de la prensa oficiosa, con quienes mandaba retratos y billetes para los compadres. Se ocultaba cuando consideraba oportuno, pero después tenía clamorosas reapariciones cuyo eco llegaba sin falta hasta la Casa Amarilla.

Chávez no puede seguir el ejemplo de Guzmán por razones obvias -que no guardan relación con la sobrada soberbia, sino con la menguada salud-, ni los líderes del chavismo pueden correr la suerte de los funcionarios de Gómez por falta de talento -sus antecesores lo tenían a borbotones, aunque para pérfidas causas- y porque los tiempos cambian. Mejor miran hacia el ejemplo de José Tadeo Monagas, quien prefirió las bayonetas a las explicaciones, quien prefirió la calle real del continuismo sin preocuparse por la opinión de la ciudadanía; pero sin dejar de considerar que metió a la familia en el negocio del continuismo y hoy parece que la parentela no figura en la quiniela redactada por el Supremo antes de su invisibilidad.

De momento lo único visible e indiscutible en Venezuela, en materia política, es la renuncia de Benedicto XVI, un apartamiento voluntario que ha acaparado la atención de amplios sectores de la sociedad, pero al que se ha concedido mezquino espacio en las declaraciones de los encargados del Gobierno y en los espacios de la prensa oficialista. Lo mismo que en Cuba, debido a que la despedida de un anciano que pontifica en Roma obliga a sentir el peso de la permanencia de dos ancianos que gobiernan en La Habana mientras ocultan a un paciente venezolano. No se nombra la soga en la casa del ahorcado.

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