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Jueves 07 de marzo 2013

Comprender la renuncia de Benedicto XVI

Por: Ofelia Avella.
Comprender la renuncia de Benedicto XVI
Foto: Referencial

La renuncia de Benedicto XVI ha generado todo tipo de reacciones entre los creyentes y no creyentes. En medio de tanta opinión y perplejidad, alguno ha dicho que a la Iglesia sólo se le comprende si se tiene fe. Nada más cierto.

Benedicto XVI no huyó cobardemente del mundo ni se "ocultó" ante tanto mal en un acto de "desesperación", como dijera alguien. Su decisión responde a un acto de fe en la voluntad de Dios que se manifiesta con claridad en la intimidad de quien ora.

Nuestra sociedad moderna no comprende que Dios pueda hablar a la conciencia porque la agitación en la que vivimos no nos permite escucharlo. Nuestro mundo actual desconoce también qué es la humildad. No estamos acostumbrados a reconocer nuestras limitaciones sin que esto suponga "cobardía". La autosuficiencia moderna se molesta soberbiamente no sólo ante cualquier fracaso sino incluso ante la enfermedad. ¿Cómo comprender entonces esta actitud que más bien desconcierta?

Benedicto XVI nos recuerda que todos somos peregrinos en esta vida y que lo esencial trasciende las apariencias de este mundo porque se funda en la eternidad.

Algunos han insistido en el "fracaso" del Papa que "no pudo" con tanta suciedad interna de la Iglesia. La verdad es que nada más lejano a esta visión, propia de quien reduce la Iglesia a una institución terrena, movida por intereses políticos y económicos. Benedicto XVI no fracasó, como tampoco lo hizo Jesús ese día crítico en que murió. La crucifixión debió haber parecido un fracaso a muchos de sus contemporáneos. Un "fracaso" aparente, como lo han sido también las muertes de miles de mártires a lo largo de la historia. La lógica de Dios no es la nuestra, pues los cambios que Él obra son sustanciales, no aparentes. Jesús resucitó, traspasando la piedra inmensa que mandaron colocar en la tumba para que "los discípulos no robaran su cuerpo" inventando luego su resurrección. La cantidad de soldados que cuidaron la tumba fueron testigos, paradójicamente, de la realidad de su resurrección. De eso que no se quería que se "inventase".

Dios tiene la particularidad de revelarse en medio de las debilidades humanas para que creamos en Él. Y así hace ahora, cuando muchos dudan de que sea el Espíritu Santo quien guía a la Iglesia a pesar de tanta agitación y miserias, entre las cuales debemos contar las nuestras.

Benedicto XVI, lejos de debilidad y cobardía, recuerda la prioridad de la oración frente la acción; la esencialidad de la eternidad frente a la transitoriedad de este mundo; la plenitud del silencio frente al ruido ensordecedor de nuestra cultura; la grandeza de Dios ante los medios terrenos. Pero la libertad interior con que obró deja en evidencia, sobre todo, algo que el mundo no puede comprender: la relación con Dios es muy personal y cuando se vive con sinceridad este trato con el Creador, nuestro obrar debe trascender lo que puedan decir "los demás". Cuando se vive cara a Dios, sólo importa su mirada; algo difícil de entender para un mundo afanado por el deseo de éxito, gloria, fama y luces que brillen en un escenario poniéndonos de relieve como el centro de atención.

Benedicto XVI ratificó el valor de la oración y de lo prioritario que es el trato personal con el Dios del Espíritu, quien por Espíritu, es lo más contrario al esquematismo propio de una sociedad tan matematizada, calculadora, tecnificada y masificada como la nuestra. Benedicto XVI sabe bien que la Iglesia es de Cristo porque es Su Cuerpo. Por eso soporta nuestras miserias sin hundirse, así como la barca de Pedro no se hundió en la tormenta. Jesús "parecía" dormir, dejándolos a la deriva, pero al ser despertado y compelido a obrar, lo primero que hizo fue reprochar a los discípulos su falta de fe.

Todo Papa sabe bien que ningún hombre puede cambiar "la Iglesia" como si se tratase de una "gestión" en el sentido humano. Por eso no tiene sentido hablar de "fracaso". Jesús insistió en que Él obraría con más fuerza en la medida en que pidiésemos con fe desde la conciencia de nuestra debilidad, y si vemos bien, han sido siempre los  santos quienes por conocerse mejor a ellos mismos, han visto necesario apoyarse más en Dios, logrando maravillas insuperables por cualquier medio humano, como se constata en sus vidas. Saberse débil es, pues, desde este contexto, lo que permite a Dios obrar y hacer –a través de los santos– obras divinas. La debilidad es así, para un cristiano, la otra cara de la moneda de la experiencia de la fortaleza de Dios. Una fortaleza que no se traduce necesariamente en un "hacer todo lo que me proponga", sino en obrar según Dios. Se precisa ser más fuerte para dejar que caiga sobre uno una avalancha de burlas y críticas por obrar bien, en conciencia, que para determinarme a obtener un beneficio material. Es por eso que ante las miradas burlonas, el débil calla y el fuerte habla.

Son momentos para crecer en fe y esperanza, como bien dijo Monseñor Porras; momentos para redescubrir la esencialidad de la Iglesia, la prioridad de la oración, la temporalidad de nuestro caminar terreno y el valor de la eternidad.

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