Un mandatario débil y gravemente enfermo jaquea a su propio gobierno. Pero si pasa a muerto ilustre, hasta puede llegar a ganar una elección. Hugo Chávez habló pestes en 2009 de la exposición Bodies, que mostraba cadáveres plastificados y la mandó a clausurar. Ahora planean en Caracas que su cuerpo embalsamado sea exhibido por siempre en el Museo de la Revolución. Es que las revoluciones se devoran a sus hijos, especialmente después de muertos.
El manejo negador de la información sobre la salud de Chávez tuvo su pieza antológica cuando, pocas horas antes del reconocimiento oficial de su muerte, el ahora "presidente encargado" Nicolás Maduro dijo al mundo que el cáncer padecido por el líder bolivariano le había sido "inoculado" . No reparó que con ese disparate dejaba en un lugar incómodo, y hasta sospechoso, a la medicina cubana, que le había prodigado tan intensos cuidados, sin nunca detectar tal grave anomalía.
Con ganas de no pasar inadvertida, la ministra de Seguridad, Nilda Garré, siempre tan remisa a reconocer la magnitud real de la inseguridad, prefirió plegarse livianamente a la versión conspirativa de la "sugestiva coincidencia" por las enfermedades similares entre líderes latinoamericanos. El presidente de Irán, Mahmud Ahmadinejad, piensa igual. Y Evo Morales habló de "envenenamiento".
Sólo 18 días antes del previsible desenlace, el gobierno huérfano de Venezuela hizo circular tres fotos donde se veía al comandante, acompañado por sus hijas, con un color y un aspecto incompatibles con su estado terminal. Y, según Maduro, mantuvo una reunión de cinco horas el 22 de febrero. ¿Qué necesidad de mentir tanto?
Sin solución de continuidad, se pasó de negar la gravedad de la enfermedad del mandatario a reverenciarlo tras su deceso casi como una nueva divinidad que ya guía desde el más allá los destinos de su patria y, por qué no, de toda América latina. Desde la Argentina sumó en esa dirección el siempre creativo en excesos verbales Gabriel Mariotto, quien aportó a la flamante liturgia peronchavista al afirmar que Chávez ya estaba en el cielo departiendo (en ese orden) "con Néstor, Evita y Perón". Usinas habitualmente ateas se volvieron ultrarreligiosas.
Cada cual a su manera -Maduro, Garré y Mariotto- rindió homenaje con sus dichos al "realismo mágico" del comandante bolivariano, eximio cultor del relato per se, un histrionismo electrónico muy en boga, donde el énfasis importa más que lo que se dice.
Hay en el ADN de Chávez, cromosomas de los dos más grandes comunicadores políticos latinoamericanos de las últimas décadas: Juan Domingo Perón y Fidel Castro. Así como este último, tuvo una aparente primera incursión fallida al asaltar el cuartel Moncada, que lo llevó un par de años a la cárcel, y después salió airoso para continuar con su carrera política no convencional, el venezolano también fue a prisión tras el fallido golpe de 1992 y el presidente Rafael Caldera lo liberó dos años más tarde. Y así como el fundador del justicialismo emergió de un régimen militar para convertirse en la persona con mayor porcentaje de votos a su favor en elecciones democráticas, Chávez hizo un recorrido similar y hasta tuvo su propio 17 de octubre (desalojado del poder en 2002, al cabo de dos días recuperó el mando).
La Revolución Cubana, a partir de 1960, fue el primer sueño latinoamericano, arropado por estimables intelectuales y la ilusión romántica y juvenil de hacer política de otra manera. América latina sufría graves deterioros en los términos de intercambio de su comercio exterior, se hundía en una pobreza atroz y las democracias endebles eran arrasadas cíclicamente por dictaduras militares crueles y extranjerizantes.
Resultaba simpático ver, en contraposición, cómo un barbudo locuaz se plantaba frente al imperialismo y les cantaba las cuarenta (un precursor, sin duda, de los telepresidentes mediáticos tan de moda en los últimos años). Pero Castro se recostó en otro imperialismo (la entonces Unión Soviética) y armó un aparato represivo que sobrevivió a todas las dictaduras militares de derecha, y que aún goza de buena salud. Para colmo, donde más influyó fue en sectores juveniles del continente, que creyeron ver en la lucha armada una salida heroica que los tuvo como protagonistas y víctimas de un baño de sangre inútil.
Chávez sólo tomó de la Revolución Cubana su fragancia ya rancia y en vez de disparar balas inició ráfagas de metralla virtuales continuas contra los medios de comunicación a los que satanizó. Su prédica prendió en otros mandatarios del continente y tuvo su Sierra Maestra, más cómoda y segura, en los micrófonos y en las redes sociales donde para ser militante sólo hace falta empuñar un mouse.
Podrán discutirse las prácticas clientelísticas y la compulsión a la reelección a perpetuidad de los gobiernos neopopulistas que llegaron tras la avanzada de Chávez la década pasada, pero lo cierto es que han intentado lo que no pudieron, no supieron o no quisieron hacer gobiernos "más serios": rescatar a los sectores más desposeídos con planes y subsidios, e incentivar el consumo en las capas medias. Bastó para que se mantengan firmes en la cresta del poder. Tanto y tan poco.
(*) Artículo publicado en el portal del diario argentino La Nación (10 de marzo de 2012)
(**) Pablo Sirvén es secretario de redacción del diario La Nación. Nació en 1957, es periodista desde 1976 y realizó estudios de posgrado en la Universidad de Navarra (España). Publicó siete libros: "Perón y los medios de comunicación","Quién te ha visto y quién TV", "El rey de la TV" , "Estamos en el aire" (con Silvia Itkin y Carlos Ulanovsky), "¡Qué desastre la TV! (pero cómo me gusta)" (también con Ulanovsky), "La mirada incandescente" y "Breve historia del espectáculo en la Argentina"