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Miércoles 27 de marzo 2013

Retórica, no floro

Por: Grover Pango Vildoso
Retórica, no floro
Foto: Difusión

¿Hemos ido perdiendo la capacidad de “hablar bien”? ¿Hemos terminado por aceptar que lo que interesa es que nos entiendan de cualquier manera, sin el más mínimo esfuerzo por hacerlo de un modo claro y apropiado?

Me hago estas preguntas y otras más porque con demasiada frecuencia, en algún café, en el Metropolitano o al paso, sorprendo conversaciones que me dejan desconcertado e inconforme. Pero aún más: en la TV, especialmente, las respuestas de muchos entrevistados o los diálogos en los concursos son deplorables, incluyendo opiniones de figuras medianamente públicas. Y algunas preguntas también.

Creo que hablamos mal. Creo que hablamos pobremente, con barbarismos, con muletillas, con vocablos “comodines” que, repitiéndolos hasta el hartazgo, sirven para aludir a cualquier cosa, insignificante o trascendente. En los diálogos interpersonales se utilizan voces comúnmente llamadas “malas palabras”, groserías, vulgaridades, que además se repiten como si tuvieran el mágico atributo de decirlo todo. Son polisemias generadas por la escasez de recursos idiomáticos.

Podría argumentarse que eso es así por el bajo nivel socio-económico, y por consiguiente cultural, de las personas. Lamentable error. El problema va más allá y compromete aún a personas con aspecto de profesionales que, al oírlos hablar, desnudan la realidad de una penosa incultura verbal. Y es todavía más triste comprobar que en esta tragedia las mujeres no se diferencian mucho de los hombres.

Sobre esto último he hecho un sondeo buscando una posible explicación. Una hipótesis, muy incipiente todavía, es que se trata de uno de los efectos no deseados de la coeducación. Al encontrarse hombres y mujeres en la escuela, una forma de integración y de “igualación” se ha trasladado al lenguaje coloquial. Estando juntos siempre, ya los varones se sentían en libertad de expresarse como les viniera en gana delante de las chicas y estas, tal vez para no aparecer como aguafiestas, fueron consintiendo los excesos y, lo que es peor, adoptándolos. Si algún esfuerzo hubo por parte de los profesores para enriquecer el habla cotidiana, cayó derrotado por el facilismo del diálogo pobretón y la carencia de referentes sociales a quienes imitar. En la universidad los objetivos van por otro lado. Y para sepultar cualquier esfuerzo ha surgido la ironía de confundir el “buen hablar” con la consideración de que eso “es puro floro”.

No es “floro” hablar correcta, apropiadamente, con el uso preciso de los términos que el idioma nos proporciona para expresarnos. Saber utilizar una mayor cantidad y variedad de vocablos es contar con mejores elementos para entender y explicar con claridad. Es también una forma de “pensar más ampliamente”. No interesa discutir si son quinientas o mil las palabras que cada uno debe conocer y utilizar; el número crecerá en tanto se lea más y se converse mejor. Y también se dependa menos de la tecnología sofisticada de este tiempo, tan veloz pero tan reductora.

Aunque no atraiga sino a muy pocos y tal vez no se enseñe en universidad alguna, la retórica existe como elemento central en el lenguaje con una “finalidad persuasiva, estética o investigativa” o en el esfuerzo de “convertir en verdad una probabilidad”. En estos tiempos de vértigo, esforzarse por hablar bien no es idolatrar al “floro” sino recuperar la capacidad de argumentar y comunicarnos plenamente.  

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