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Jueves 11 de abril 2013

El Golpe de Estado del 5 de abril de 1992

Por: Rafael Rodríguez Campos (*)
El Golpe de Estado del 5 de abril de 1992
Foto: Difusión


Rafael Rodríguez Campos, autor de estas líneas
  


El 5 de abril de 1992 es una fecha que será recordada por todos los demócratas del Perú como el día en el que Alberto Fujimori, hoy sentenciado por corrupción y violación de derechos humanos, decidió atentar contra el orden constitucional de nuestro país, ordenando el cierre del Parlamento, la reorganización del Poder Judicial, la clausura del Tribunal Constitucional, y otras medidas que tuvieron como único objetivo garantizar impunidad para los actos criminales cometidos por él y sus secuaces.

Luego de una campaña electoral canallesca, en la cual la izquierda “desunida”, el aprismo mafioso, el movimiento de un desconocido “ingeniero Fujimori”, ese cuyo lema era “honradez, tecnología y trabajo”, y el apoyo de algunos medios de comunicación, demolieran la imagen del candidato del Frente Democrático (FREDEMO), nuestro Nobel, Mario Vargas Llosa (MVLL), la suerte del Perú estaba echada. Palacio de Gobierno tenía un nuevo inquilino, uno que se encargaría de probar durante diez largos años que en el Perú el robo es premiado, el atropello es admirado y el asesinato es celebrado, sobre todo cuando los sectores de poder y las fuerzas armadas se colocan del lado del autócrata de turno.

A MVLL no lo demolió el fujimorismo, al menos no en esa oportunidad. A MVLL se encargó de destruirlo Alan García (AGP) y su claque política. Recordemos que MVLL había sido el más importante opositor a las medidas populistas y estatistas del líder aprista. MVLL había comprometido su palabra, llevaría a cabo una profunda revisión de las cuentas del Estado, era necesario identificar el sinnúmero de actos de corrupción que el gobierno del “partido del pueblo” le había heredado al país, junto a la inflación más grande de la historia y a la violencia terrorista que AGP nunca supo enfrentar con decisión.

En ese panorama, era claro para qué candidato se inclinaría el apoyo del gobierno de turno (un apoyo por demás grosero). Alberto Fujimori (AF) era el candidato de AGP para la segunda vuelta electoral. Pero el tiro le salió por la culata al “engreído” de Haya de la Torre. Ni en su más terrible pesadilla pudo alguna vez imaginar que este “don nadie” a quien colocó a la cabeza del Estado, se convertiría en uno de sus más terribles persecutores, nunca imaginó que AF, de la mano de su socio, el delincuente Vladimiro Montesinos, sería el protagonista estelar de una de las etapas más negras de la historia, la década del oprobio y la vergüenza nacional, como la denominan con razón los historiadores.

Instalado en Palacio de Gobierno, y a pesar del apoyo que recibiera por parte de los principales grupos políticos representados en el Congreso, los mismos que en más de una oportunidad respaldaron los pedidos de delegación de facultades que provenían del Poder Ejecutivo, decidió arremeter de manera virulenta contra los partidos políticos, los órganos del Estado y las instituciones democráticas. En suma, AF y compañía, esos que luego se convertirían en los dueños del Perú, no querían oposición de ningún tipo, ni política ni institucional, por eso había que destruir las bases del Estado de Derecho, de ese Estado que a duras penas se mantenía en pie en el Perú de los noventa.

AF, su grupo parlamentario y amigos en la prensa, se encargaron de ir abonando el camino para el autogolpe. “El Parlamento no funciona”, “los partidos políticos entorpecen la labor del gobierno”, “el Poder Judicial obstaculiza las reformas”, “el Tribunal de Garantías Constitucionales se opone a la los cambios económicos de Palacio de Gobierno”, fueron las frases que a diario se leían y escuchaban en los medios de comunicación. ¿Qué sencillo es para los hombres inescrupulosos mentir? ¿Cuánto cinismo denotaban esas afirmaciones? ¿Cuán desprevenidos estaban todos los peruanos? ¿Acaso nadie pudo presagiar que lo que se venía no era otra cosa que la instalación de una cleptocracia asesina?

Lamentablemente así ocurrió. Para carcajada del dictador, felicidad de un traidor a la patria al que nombró como asesor, tranquilidad de los sectores conservadores que aman la “mano dura” y que compraron el país a cambio de varios millones de dólares, el golpe de Estado había resultado todo un éxito. Los ciudadanos lo habían respaldado, algunos con su entusiasmo, los más con su silencio cómplice. Así lo revelaron las encuestas de aquel mes de abril de 1992. Consultados los peruanos sobre si apoyaban o no la medida tomada por el gobierno del dictador, casi el 80% respondió que sí, en mi familia por ejemplo, y a pesar de la vergüenza que eso supone para mí, solo una persona mostró su tajante rechazo, mi padrino, él fue el único que expresó abiertamente su rechazo a esta medida. Ahora recuerdo una frase suya: “las dictaduras son siempre sinónimo de corrupción”. Él no se equivocó.

Consumado el golpe, la historia fue la de siempre, militares encargados del orden y la seguridad interna del país, los tanques a la calle, las autoridades civiles subordinadas a generales convenientemente nombrados por el dictador y su asesor. En suma, la película se volvía a repetir, doce años de democracia no habían sido suficientes para hacer entender a la gente que si hay algo peor que la democracia, esa a la que AF calificó de débil, torpe e ineficiente, es una dictadura infame, astuta y efectiva a la hora de quebrar voluntades y violentar derechos.

Poco a poco, y como no podía ser de otra manera, AF y su gavilla de funcionarios rapaces empezarían a copar todas y cada una de las instituciones del Estado. Era solo cuestión de tiempo, el dictador empezaba a construir las bases de su imperio, nadie, ningún hombre o mujer que se le opusiera saldría bien librado, en poco tiempo, algunos medios, esos que decidieron no vender su línea editorial o negociarla a cambio de algún beneficio tributario, empezaron a dar cuenta del abuso, atropello y persecución que sufrían aquellos que se atrevían a decirle no al autócrata.

Con la oposición desarmada, los medios de comunicación sometidos al poder del dinero sucio que él autócrata repartía a manos llenas, los sectores empresariales encantados por el pragmatismo del sátrapa, las fuerzas armadas “patriotas” sometidas a la voluntad de un extranjero y de un capitán expulsado de sus filas por traidor, el futuro era fácil de predecir. El Perú de la década del noventa, a pesar de la pantomima que significó la convocatoria a elecciones para la instalación del Congreso Constituyente Democrático y la elaboración de una nueva Constitución (cuya aprobación fue producto de un fraude), se convirtió en un país éticamente devastado, un país en el cual la ley y el Estado se pusieron al servicio de  criminales y rufianes de cuello y corbata que le robaron al Estado las monedas que el gobierno aprista olvidó en el camino.

El resto es historia conocida, AF fue reelecto a pesar de haber ordenado la destitución de los magistrados del Tribunal Constitucional que se opusieron a semejante abuso, delito que fue justificado por muchísimos periodistas. Al mismo tiempo, los crímenes de la Cantuta y Barrios Altos quedaban impunes, el “Grupo Colina”, esa banda de militares asesinos creada por la dictadura era favorecida, sus miembros se hicieron merecedores de una Ley de Amnistía que los limpió de todo cargo, gracias a una fina cortesía de Martha Chávez y de todos aquellos que decidieron ponerse de rodillas frente al régimen, poniéndole precio a su honra y a su dignidad.

Llegó el año 2000 y la maquinaria fujimontesinista volvió a operar. Diez años no habían sido suficientes para saquear las arcas del Estado, había que robar más y más, si los que lo antecedieron no arrasaron con todo, AF no cometería ese error. El dinero de todos los peruanos fue derrochado, miles de dólares fueron invertidos en esa campaña, se contrató al publicista Carlos Rafo para el trabajo de marketing político, y al “Ritmo del Chino”, ese baile pegajoso con el que la dictadura terminó de idiotizar (incluyendo a Francisco Tudela) a todos a los que compraba con arroz, lentejas, y mucho clientelismo, la dictadura logró una victoria fraudulenta, derrotando a un Alejandro Toledo, candidato al que todas las encuestadoras dieron como virtual ganador. Otra trampa de la mafia.

Pero el final llegó, y la dictadura cayó como caen todas las tiranías de ese color, cayó porque un cómplice inconforme filtró un video que ponía al descubierto el nivel de podredumbre al cual AF nos había empujado como país y como sociedad. Luego de la publicación del video Kouri-Montesinos, en el cual se apreciaba al asesor presidencial repartiendo dinero público  a cambio de la lealtad de quienes se habían presentado como opositores al régimen durante la campaña, la dictadura se desplomó. Cientos de videos y audios vieron la luz, todo el Perú se enteró de cómo AF había convertido a Palacio de Gobierno en una letrina y al servicio de inteligencia en un burdel, en donde todos, absolutamente todos, tenían un precio.

Hoy, veintiún  años después, y luego de muchos esfuerzos por reconstruir los cimientos de nuestro Estado y de nuestra frágil democracia, podemos decir que si algo positivo nos dejó el fujimorismo de los noventa es la firme convicción de que si bien la democracia puede ser un sistema de gobierno imperfecto, la dictadura es un régimen de terror, en donde los valores éticos son abolidos y las palabras justicia y derecho son borradas del imaginario colectivo.

Se nos dijo en ese entonces que la democracia no servía para nada, que lo que el Perú necesitaba era un gobierno fuerte, con mano de hierro para solucionar los problemas, que las decisiones se toman con rapidez, sin asambleísmos ni politiquerías que no conducen a nada. Hoy sabemos que todo eso es falso, que AF no podía decir la verdad, que el dictador y los pillos que cargaron sus bolsas de dinero eran incapaces de mirarse al espejo y no sentir temor de sí mismos.

La democracia es política y éticamente superior a la dictadura por donde se la mire, no sólo por ser la forma de gobierno que reconoce valores supremos como la libertad, igualdad, tolerancia y justicia, sino porque es el único sistema que le permite al ciudadano fiscalizar el ejercicio del poder, evitando que este se ejerza de la manera criminal como AF lo ejerció, evitando de ese modo el saqueo, el pandillaje y la violación de derechos y libertades fundamentales. Por eso debemos siempre defender nuestra democracia, esa que Alberto Fujimori petardeó el 5 de abril de 1992. Nunca lo olvidemos.

(*) Abogado Pucp. Investigador en temas de Derecho Constitucional y Derechos Humanos. Articulista en medios impresos y virtuales sobre temas de actualidad política y constitucional. Cursa estudios de maestría en Ciencia Política en la Escuela de Gobierno y Políticas Públicas de la Pucp.

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