Cada mes nos obligábamos – siquiera en una ocasión – a compartir su mesa del mediodía auspiciada por el delicioso almuerzo. Eran tertulias inacabables, recuerdos precisos, la historia grande y menuda de un viejo acontecimiento, personajes mentados al vuelo de una épica banal o profunda, la coyuntura política, los amores perdidos. Últimamente cada internamiento en la clínica suspendía la continuidad de ese esperado encuentro. Nos apenaba y él se fastidiaba. Nos preocupaba y él reía.
Ahora carezco de certeza sobre la posibilidad de volver a verlo en las mismas circunstancias y con el mismo espíritu. Armando Villanueva del Campo empieza a irse a los 97 años. Y sus contertulios mensuales, ex estudiantes de la Universidad Católica ligados al símbolo del APRA pero no todos carnetizados o activistas, ya sentimos hasta en las venas una pesada sombra de desolación.
Fue el 2010, en uno de esos prolongados almuerzos, que Javier Landázuri indagó por sus reflexiones en torno a haber vivido más tiempo que el fundador de su causa política, Víctor Raúl Haya de la Torre (muerto a los 84 años). Como filmé la conversación, tengo el registro exacto de la respuesta de Armando y fue la siguiente: “Me pregunto porque he vivido tanto. He tenido todas las enfermedades. Estoy preocupado no por morir sino por qué he vivido demasiado. Porque a esta edad la muerte no le preocupa a uno, salvo que seas tonto. Hay que ser socráticos. Mi madre vivió hasta los 97, mi padre hasta los 94. Del pescuezo para arriba estoy bien; del pescuezo para abajo soy un desastre”.
Después aludió al cansancio propio de la edad. Dijo que el médico le había recomendado más reposo pero admitía que su ritmo no estaba hecho sólo para leer y oír música sentado en una silla de ruedas. “Ayer tuve una reunión aquí con 30 muchachos apristas. Hoy recibo más tarde a un historiador extranjero. Y mañana vienen cinco personas para conversar”, subrayó feliz por la agobiante agenda.
Y esto es lo que, en medio de múltiples recuerdos y confusos sentimientos, busco resaltar del más veterano de mi amigos. Esa capacidad de acompañar el peso de los años y la experiencia con el diálogo intenso y variado. La casa de Armando ha sido, durante las últimas décadas, una Meca de los políticos de ayer y de hoy (incluso para el presidente Ollanta Humala), el Parnaso de artistas e intelectuales de todos los sitios, el tambo de adolescentes y jóvenes cautivados por las horas de lucha, persecución, cárcel y destierro de este hombre ceñudo, de apariencia hosca pero alegre y vital.
Y aunque empieza a irse, la fuerza de su interlocución deja pilares, rutas, compromisos, como también el humano balance de equívocos y aciertos. Parte con su vocación por el diálogo, la que hoy – en la esfera pública del Perú – parece aproximarse a la tumba antes que él. Marcha firme hacia el ocaso pero amanece de inmediato reclamando unidad mínima al país, sensatez al gobierno, coherencia principista a su partido y más activismo de los jóvenes en la política nacional.
Es verdad. Armando amanece y amanecerá todos los días en quienes valoren sus desvelos por una sociedad más justa y armoniosa, esa que todavía se halla muy lejos en el horizonte de nuestra existencia.
(*) Artículo publicado en el diario Expreso