Si sus cejas o su voz o su balanceo al caminar o sus zapatos. O todo junto. Era, hasta no hace muchos años, la encarnación de un ser medio mitológico que al principio podía dar hasta miedo, que de inmediato se hacía respeto, luego admiración y por sobre todas las cosas, cariño.
El Armando Villanueva del Campo que conocimos, admiramos y quisimos tanto era varias cosas a la vez de modo que, siendo el mismo, tenía la capacidad de mostrarse con facetas distintas que lo hacían siempre más ejemplar y encantador. En él estaba siempre el rebelde de la primera juventud aprista, el preso casi imberbe y el desterrado precoz que amaba a sus padres pero amaba más a la justicia, el insurrecto permanente y audaz contra las dictaduras, el organizador firme de las horas difíciles, el periodista ilustrado, el lector impenitente, el parlamentario vigoroso, polémico y polemista, el conversador amenísimo y sonriente, el consejero sabio y el patriarca superior que se doctoró con el tiempo. Pero siempre, apacible o furibundo, el político ciento por ciento que nació con él, sin fatiga y sin tregua.
Su biblioteca inmensa, los cuadros, las fotos, los recuerdos familiares, las cartas que ha guardado con pulcritud y contienen el tesoro holográfico de sus remitentes, sus recortes periodísticos: todo está allí, en su luminosa casa de Chacarilla, donde pareciera que también reside un rayo permanente del sol. Allí donde a cualquier hora, se daban cita las gentes por él convocadas o las que solicitaban su atención. Allí llegaban personas diversas, distintas, a veces impensables, que necesitaban hablar con Armando tantas cosas que sólo él sabía y reservaba, algunas muy complicadas y otras increíblemente sencillas que él encargaba solucionar o atendía personalmente y con discreción monacal. Y algunas veces sus ocasionales visitantes pasaban a formar parte de la solución requerida con el tácito voto de reserva que las circunstancias exigían.
Escuchaba a todos quienes buscaran su opinión o su consejo. En estos días de dolor han llegado a mí frescas confidencias de personajes de otros partidos, aunque adversarios públicos del aprismo que, con las cautelas necesarias habían recurrido más de una vez para recabar consejos de este patriarca. Y él, sincero y creyente en la honestidad de la consulta y la limpieza del propósito, no dudaba en ofrecer. Por eso ellos comparten con nosotros la pena de la ausencia.
Lejano al odio, esto no le impedía ser severo en sus juicios sobre algunas personas a las que, simplemente, no respetaba. En cambio era capaz de visitar a quienes, aunque no fueran sus compañeros o tal vez por eso, consideraba dignos de una deferencia suya. Su aprecio por la gente que era capaz de mantenerse firme en sus convicciones quizás le trajo algunos disgustos o incomprensiones, pero su nobleza de hombre íntegro lo obligaba a hacer reconocimientos que otros preferían callar.
El Armando que conocí hace 46 años, una noche en que debían resolverse unos problemas universitarios y se necesitaba la opinión de él como secretario general del partido, se ha ido dejando la larga y rutilante estela de una vida llena de ideales, sufrimientos y batallas. Luego del viaje a las estrellas de Víctor Raúl sufrimos nuestra primera orfandad. Acompañamos a Armando en la campaña de los años ’80, aprendiendo a vivir sin Haya de la Torre. Hoy, huérfanos de nuevo porque él también se ha marchado, nos toca volver a cantar: Alcémonos sobre nuestro dolor / marchemos juntos hacia el porvenir. / Pongamos fe y alegre convicción / porque algo superior ya tiene que venir.