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Viernes 17 de mayo 2013

Las fiestas y la sangre

Por: El País (Uruguay) (*)
Las fiestas y la sangre
Foto: Difusión

Como fuente de placer colectivo, la fiesta popular ha estado sin embargo, ligada históricamente a la violencia y la sangre. Las celebraciones del circo romano despertaron el entusiasmo masivo a través de la brutalidad de sus torneos, pero eso no se perdió en los lances medievales y tampoco en muchas competencias de los tiempos modernos, algunas de las cuales rozan la ferocidad -como ciertas variantes de lucha libre- o la repugnancia, como las luchas de perros o las riñas de gallos.

Poco a poco, algunas fiestas de enorme arraigo popular como las corridas de toros han ido sensibilizando a los legisladores hasta lograr su prohibición, como sucedió inicialmente en las Canarias y luego en Cataluña, a lo que se agregó últimamente en el País Vasco la prohibición de transmitirlas por televisión. Lo curioso es que tales manifestaciones populares combinan la euforia multitudinaria con el sesgo salvaje de atormentar al toro hasta desangrarlo y finalmente matarlo en público, sin que el proceso parezca espantar a las tribunas, sino por el contrario enardecerlas.

El vínculo entre fiesta y violencia resulta ineludible, quizá porque combina dos tendencias inseparables en el hombre, la que lo lleva al disfrute compartido y la que lo relaciona con un impulso bárbaro. Algo similar se produjo durante siglos en la caza del zorro, un deporte aristocrático al que los británicos se dedicaron con fervor y que recientemente fue por último prohibido, respondiendo a las tendencias más civilizadas y humanitarias de la legislación. Con los toros está ocurriendo lo mismo, aunque por etapas, resistiendo la oposición de los incondicionales de las corridas, a cuyo favor han argumentado fanáticos de categorías muy dispares, de Mario Vargas Llosa en adelante. Lo paradojal es que la fiesta popular es una convocatoria creada para provocar el disfrute general, favorecer el placer y estimular la alegría, y sin embargo en muchos casos impulsa la sugestión que la bestialidad y la sangre despiertan en el hombre, sobre todo cuando se reúne en aglomeraciones que fomentan las inclinaciones más agresivas.

La lucha de las asociaciones de defensa de la vida animal no siempre han tenido éxito en combatir festejos populares de vieja raigambre y carácter tan horroroso como el que consiste en prender fogatas en las astas de las reses para que jueguen una carrera escapando espantadas del fuego que envuelve sus cabezas, o el que se reduce a empujar a otras bestias hacia el borde de un acantilado para ver cuál es la primera en despeñarse. Los progresos de la cultura contemporánea y el avance de la conciencia humana en el trato que corresponde dar a los animales, no siempre han alcanzado metas apreciables, porque persiste una dura zona de insensibilidad que tal vez tenga algo que ver con el carácter del hombre como animal carnívoro y con la sistemática masacre de aves, vacunos, cerdos y peces para el consumo. De cualquier manera, ese residuo de barbarie no se limita al trámite entre los humanos y los demás animales, sino que la turbia relación entre las fiestas y la violencia, entre la celebración masiva y la sangre persiste en las celebraciones deportivas donde no intervienen otras especies.

Esos festejos, que deberían ser un motivo de gozo y una oportunidad de expansión para emociones saludables, han ido tiñéndose de pujos agresivos capaces de llegar al incidente sangriento y al extremo homicida. Esa contradicción, de la que se habla menos de lo debido en virtud del peso sacramental que el fútbol tiene en el sentimiento popular, por ejemplo, y a cuyos vuelcos criminales trata de otorgárseles unos cuantos atenuantes, convive con la degradación de conductas colectivas como la de las barras bravas, y con la imposición de controles policiales de tal magnitud que parecen más propios de episodios delictivos que de celebraciones deportivas. Pero en esas oleadas de violencia, donde el apasionamiento va convirtiéndose en una válvula de liberación de agresividades reprimidas o en una confusa generalización de patologías, también hay constancias de la antigua y sombría relación entre la fiesta y la sangre, como si los peores rasgos de esa concurrencia del antiguo circo resucitaran en las nuevas tribunas. La condición humana tiene esos contraluces, que son los que separan la alegría de la furia y los que consiguen que una sea arruinada por la otra. Para bien o para mal, las emociones pertenecen a un territorio resbaladizo donde lo jubiloso puede transformarse en dramático y lo festejable es capaz de caer en lo desolador a la vuelta de una sola hoja.

(*) Artículo publicado en el portal del diario uruguayo El País (17 de mayo de 2013)

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