El kirchnerismo es muchos kirchnerismos. O más bien, una construcción moldeada a lo largo de 10 años con las ruinas de sí mismo que va dejando a su paso. Un "modelo" que marchó a tientas en un presente continuo, ajustando el rumbo día tras día; que ante cada obstáculo recurrió a una carta de épicas, más inclinado a buscar enemigos que a negociar soluciones.
Pero durante este decenio en que Néstor y Cristina Kirchner gobernaron la Argentina un objetivo se mantuvo tallado en piedra: la voluntad de edificar un proyecto de poder sin horizonte temporal y que abarque todos los ámbitos de la vida pública. Tampoco se cambiaron las herramientas para conseguirlo: la división de la sociedad como método de armado político y la concentración del mando en el líder, única figura a salvo de ser arrollada en el vértigo de los cambios.
"Necesitamos un proyecto para 20 años", decía en privado Néstor Kirchner poco antes del 25 de mayo de 2003, cuando le tocó asumir la presidencia con una cifra famélica de votos. Gestionó él y luego su esposa el período de crecimiento sostenido más amplio de la historia argentina reciente. Justo después de 2001 y de sus secuelas; ese espejo que aún hoy el kirchnerismo pone frente a la sociedad para agigantar su legado.
La audacia no fue nunca una carencia en aquel presidente, dueño de una iniciativa política avasallante.
Su única promesa electoral consistió en llevar a los argentinos a "un país normal", al que describía de una forma que se parecía poco a la provincia de Santa Cruz que él gobernaba desde 1991. Quizá la normalidad era esto: con el tiempo el kirchnerismo consiguió la proeza de "exportar" aquel esquema político-económico, en el que el ganador en las urnas merece controlar todo, desde la Justicia hasta los medios de comunicación, desde el más pequeño contrato estatal hasta la rentabilidad empresarial; en el que se elimina el diálogo entre rivales y se cobra caro el disenso entre los leales.
Lo que Kirchner decía en privado en la primavera de su poder, su esposa y sucesora lo sintetizaría en público años después con la frase de una era: "Vamos por todo".
Aquel Kirchner iniciático tenía demasiados desafíos para exponer sus ilusiones. Él mismo decía que gobernaba "segundo a segundo" cada vez que le pedían una proyección de futuro. Su obsesión fue "calmar la calle" y domar al peronismo, dividido en el proceso electoral y desconfiado de que ese hombre fuera realmente un caudillo al que conviniera seguir.
Él era consciente de que venían años de bonanza económica para la región, sobre todo gracias al boom de las commodities , y creía que si lograba dominar el tablero político su plan de 20 años no sería ninguna quimera. Fue despiadado con sus aliados díscolos (como con Eduardo Duhalde, que pasó de ser su padrino a ser "el Padrino"), pactó con la CGT y los piqueteros para desinflar la protesta social, potenció el asistencialismo estatal y se lanzó a conquistar a la clase media, pilar decisivo de su consolidación.
La renovación de la Corte Suprema y la reapertura de los juicios contra los represores de la dictadura blindaron su imagen positiva en sectores mayoritarios y ampliaron su base de seguidores en la dirigencia de centroizquierda, huérfana de referencias desde la autodestrucción de la Alianza. La reivindicación de la "lucha juvenil" de los 70 y la apelación a un progresismo de límites flexibles sobrevivieron como señas de identidad cultural del kirchnerismo desde su llegada a la Casa Rosada.
El crecimiento a tasas chinas afianzó a Néstor Kirchner y lo liberó de la herencia: en 2005 arrasó a Duhalde en las elecciones, se sacó de encima al único ministro de Economía al que le dejó tocar "el modelo", Roberto Lavagna, y dejó en claro que el Estado estaría bien presente en cada decisión relevante de la vida económica y social del país.
SIN CAMBIOS ESTRUCTURALES
La cosecha de 10 años de kirchnerismo deja a la vista un alza del empleo respecto de los 90 y una economía menos ahogada por la deuda, aunque el país arrastra aún el estigma del default irresuelto desde 2001. El sacrificio del sistema de estadísticas estatales convierte en materia opinable los logros socioeconómicos que recoge el catequismo oficial. Ningún estudio serio refleja que los años de bonanza se hayan traducido en un cambio en la matriz de distribución del ingreso y, por ende, en una reducción consistente de la pobreza.
Desde el principio el modelo se alimentó de victorias simbólicas, incluidas algunas con gusto a derrotas. La orden de bajar el cuadro de Videla del Colegio Militar fue la prehistoria del "relato" kirchnerista. Luego entrarían en esa saga la "gesta" del pago al FMI (sólo dispuesto, en 2005, cuando el Brasil de Lula decidió seguir esa senda), la reestructuración de la deuda privada y, más cerca en el tiempo, la expropiación de YPF, la ley de medios y la estatización de las AFJP, que le permitió al kirchnerismo recuperar la mayor caja del Estado y aterrizar en los directorios de las grandes empresas del país.
Los golpes de efecto se revelaron insuficientes. 2007 fue un punto de inflexión, cuando la inflación irrumpió como una alarma de los desequilibrios de un plan económico basado en el impulso al crecimiento sin desarmar las bombas de tiempo heredadas de la crisis. La respuesta fue intervenir el Indec y digitar las estadísticas del país. Guillermo Moreno emergió como símbolo de época: el hombre que se convence a sí mismo (y a sus jefes) de que cuando cierra una persiana se hace de noche.
También por esos días se esfumó el aire cool que se esforzaba por transmitir el equipo oficialista. Los casos de corrupción, como la bolsa de Felisa Miceli, los manejos de Ricardo Jaime y la valija de Antonini Wilson en plena campaña de 2007, expusieron caras oscuras del festín económico. La pareja presidencial quedaría expuesta por el aumento de su fortuna, pese a que una fugaz instrucción del juez Oyarbide descartó para siempre un posible reproche legal.
Kirchner apostó por la sucesión matrimonial para sortear el límite a las reelecciones que pone la Constitución y Cristina ganó sin hacer campaña. Él le transmitió el cargo y nunca supo (o quiso) entregar el poder.
La era Cristina subió al kirchnerismo a la montaña rusa. Insensible a la contradicción, los últimos cinco años y medio mostraron cómo el mismo proyecto político era capaz de rescribir su historia cada tarde. Declaró una j ihad todavía inconclusa contra el Grupo Clarín, al que había cuidado como a un aliado clave hasta 2008; se enfrentó a la Corte que era su orgullo porque no convalida sus planes; apretado por la crisis energética, expropió YPF poco después de alentar el ingreso en la empresa de un grupo amigo; no se atragantó por sumar a sus aliados a un otoñal Carlos Menem; sacrificó la lucha por los derechos humanos en el negocio inmobiliario de las casas de Schoklender; pactó con Irán luego de acusarlo de volar la AMIA; purgó sus filas y convirtió en realidad la máxima de Konrad Adenauer: "Hay enemigos, enemigos mortales y compañeros de partido".
Hubo un hilo que empezó ese entramado: el conflicto con el campo de 2008. Esa crisis dejó a Cristina coqueteando con la renuncia y la enfrentó con su vicepresidente, Julio Cobos. La rebelión contra la suba de los impuestos a la exportación de soja le quitó por primera vez al kirchnerismo un componente de su esencia: el apoyo de las clases medias. Lo recuperaría en parte para las elecciones de 2011, pero la raya que empezó a trazarse entre un sector de la sociedad y el Gobierno en las movilizaciones campestres es la misma que separa hoy al kirchnerismo de los caceroleros que tomaron el país el 13-S, el 20-N y el 8-A... A esa ruptura, el Gobierno y sus seguidores le dieron carácter de batalla cultural.
Después del campo, Kirchner y Cristina se exhibieron viscerales, desinhibidos. Hasta entonces ejercían lo que muchos calificaban de "populismo vergonzante". Cristina decía antes de las elecciones que soñaba convertir a la Argentina en Alemania. "Ojo que yo no soy Chávez", solía indignarse Néstor cada vez que lo comparaban con el presidente de Venezuela. La indignación mutó en orgullo. Para 2008, la relación de la Argentina con las grandes potencias, sobre todo Estados Unidos, ya rozaba la intrascendencia que transita hoy y las únicas alianzas firmes eran con los países bolivarianos. Empezó a prender la idea del "populismo" como rasgo positivo del modelo, tan explicado por el teórico Ernesto Laclau.
A Cristina le entusiasmaron siempre más que al pragmático Néstor las conceptualizaciones y cree en la necesidad de guiar a la sociedad en la comprensión de la realidad. Ella es, también, más susceptible al elogio. Desde la Casa Rosada terminó de instaurar un Estado de propaganda que puso al servicio del poder canales, radios y una cadena de diarios y bombardeó al periodismo indócil. La obsesión por la palabra publicada, consustancial al kirchnerismo, adquirió rango de política pública.
En ese país oficial, la inflación es un "reacomodamiento de precios", el dólar paralelo "es un problema de pocos" y la persistente inseguridad ciudadana es "una sensación".
Con Néstor Kirchner aún vivo, el Gobierno no sólo alimentó el relato sino que dio muestras de que sabe regenerarse en las malas. Tras la derrota con el campo, de su primer año con recesión y del posterior derrumbe electoral en 2009, impuso la asignación por hijo, estatizó Aerolíneas Argentinas y se embarcó a reformar el sistema de medios. Alentó, además, el surgimiento de agrupaciones militantes juveniles, con La Cámpora a la cabeza.
La muerte de Néstor Kirchner, a finales de 2010, convirtió a esos sectores de convicciones ideológicas firmes y gustos caros en el núcleo central del Gobierno. El luto dotó a Cristina del poder propio que no se le reconocía antes, recuperó la empatía con las mayorías y ganó su segundo turno con cifras históricas: el 54%.
Pero cuando despertó de los festejos, los problemas seguían ahí. Ella ahondó la soledad de las decisiones. En el segundo mandato nació el cepo al dólar, al que Moreno, Echegaray, Kicillof, Marcó del Pont y Lorenzino dan vueltas a diario como a un cubo de Rubik. YPF es argentina, pero no consigue quien se arriesgue a invertir en ella. Los gremios, con Hugo Moyano a la cabeza, se alejaron como nunca antes de un gobierno peronista, corridos por la inflación y la hostilidad interna.
Miles de millones de pesos para obra pública chocaron en la estación de Once aquel día en que 51 muertos mensuraron el descalabro del sistema ferroviario. En las recientes inundaciones de La Plata ya ni siquiera se pudieron calcular las víctimas.
La celebración de los 10 años encuentra al kirchnerismo envuelto en resolver obstáculos que creó a su paso y preocupado por el avance del caso Lázaro Báez, tan amenazante para la cima del poder. Las incógnitas son las mismas que en los orígenes: ¿podrá el kirchnerismo reinventarse y mantener su atractivo en las mayorías? ¿Logrará que la oposición siga balcanizada? ¿Impedirá que sus socios más populares, hoy Scioli y Massa, salten del barco? En definitiva, ¿encontrará la forma de que estos 10 años sean, como soñó Néstor, sólo la mitad de la historia?
LAS BATALLAS LEGISLATIVAS
Con y sin mayoría, el kirchnerismo también escenificó en el Congreso su ejercicio del poder
Voto "no positivo"
Retenciones móviles al campo
Fue la gran derrota del oficialismo en el Congreso, en 2008. Con su voto "no positivo", el vicepresidente Julio Cobos le clavó una estocada al Gobierno y desató la versión sobre la renuncia de la presidenta Cristina Kirchner. No lo hizo, pero quien se alejó fue el entonces jefe de Gabinete, Alberto Fernández.
Ley de medios
Una medida frenada por la Justicia
Es una de las leyes que más empeño puso el Gobierno para lograr su aprobación. Con ella pretendía desarticular los monopolios periodísticos, sobre todo al Grupo Clarín, crítico del kirchnerismo. Se sancionó en 2009 con el apoyo de bloques de centroizquierda, pero su aplicación está frenada por los amparos presentados por Clarín y la oposición.
Matrimonio gay
Consenso mayoritario
Fue la única norma que votó Néstor Kirchner como diputado nacional. Con esta ley, la Argentina fue pionera en la región en reconocer el matrimonio de dos personas del mismo sexo. La Iglesia se expresó en contra y motorizó el rechazo a la ley, pero finalmente se aprobó en 2010 por amplia mayoría de los legisladores oficialistas y opositores.
Reforma judicial
¿Democratizar la Justicia?
Cristina Kirchner presentó el mes pasado esta reforma para "democratizar la Justicia", pero la oposición denunció que es una maniobra para vulnerar la independencia de los jueces. Propone la elección por voto popular de un sector del Consejo de la Magistratura e impone límites en la presentación de medidas cautelares contra el Estado.
Reforma política
Primarias abiertas, simultáneas y obligatorias
Esta ley, que el Congreso aprobó en 2009, instrumentó las elecciones primarias, abiertas, simultáneas y obligatorias, y debutó en 2011. Abrió polémica, porque esta norma fijó que la publicidad de campaña sería gratuita y distribuida por el Estado, al tiempo que exigió mayores requisitos legales a los partidos más chicos.
(*) Artículo publicado en el portal del diario argentino La Nación (19 de mayo de 2013)