El presidente Ollanta Humala parece sufrir el síndrome del “doctor Jekyll y el señor Hyde”, pero en lo político. Hace unos días recibió a Bill Clinton, el miércoles estuvo con el primer ministro de Canadá, Stephen Harper, y ayer asistió a la cumbre presidencial de la Alianza del Pacífico, mostrando en los tres casos su lado progresista y popular, en el sentido estricto, no ideológico: Comprometido con el progreso del su país y el bienestar de su pueblo.
Quien diría que ese mismo presidente emprendedor hizo suyas en las últimas semanas iniciativas tan regresivas como el intento de re-estatizar La Pampilla, Sol Gas y los grifos Repsol, la llamada Ley Chatarra, la ley que criminaliza en extremo los delitos tributarios, la inscripción forzosa en el régimen privado de pensiones elegido por el gobierno. El mismo que hace de jefe de campaña de la reelección conyugal, que considera un ejemplo a Hugo Chávez, que avala al autócrata Maduro, que empodera en secreto y sin transparencia a la DINI, que es duro con los empresarios y blando con los extremistas de izquierda, que añora el “estado fuerte” velasquista, etc.
Alguien tiene que ayudarlo a superar tan terrible trastorno disociativo. ¿Es posible ser progresista y emprendedor, dejándose arrastrar a la vez por la compulsión nostálgica de revivir el nocivo estatismo? Imposible, no se puede mezclar el agua con el aceite.
Me temo que tenemos que prepararnos para enfrentar el peor escenario, porque nuestro presidente va adquiriendo cada vez más un perfil estatista y anti mercado. Y como el estatismo siempre va de la mano con el autoritarismo o el totalitarismo, la situación se complica más.
Es en este contexto que debemos reflexionar sobre las acusaciones de corrupción que han brotado como flores en primavera en los últimos meses contra los posibles competidores de la reelección conyugal el 2016: Alan García, Castañeda, Acuña y Toledo. ¿Casualidades en política?
No digo que las acusaciones sean falsas, ni metería las manos al fuego por los acusados, pero cuidado que por ver el árbol perdemos de vista el bosque, y por allí nos roban (¡en el nombre de la moral!), nuestra democracia, la libertad, y la prosperidad alcanzada con tanto sacrificio.
Cuidado. Los que se proclaman campeones de la moralidad suelen ser los peores corruptos. Allí están, por ejemplo, los “comandantes” sandinistas de Nicaragua, la nueva boliburguesía venezolana, los millonarios Kirchner, Collor de Mello, o quizá el propio Toledo si se prueba que es el verdadero propietario de los bienes comprados por su suegra.
Alexis Humala usurpó la representación oficial del Perú para hacer negocios en Rusia, y sigue impune; alguien intentó comprar un sistema de comunicaciones Tetra 2 que no existe y no pasó nada. Alguien compra alimentos malogrados para Qali Warma, alguien quiso ganarse una jugosa comisión en la frustrada compra de Repsol, y tampoco sucedió nada.
¿Podemos creer en tales credenciales moralizadoras, o acaso nos dan derecho a pensar que se está usando políticamente el tema corrupción para descalificar y liquidar los obstáculos hacia la reelección conyugal?
Combatir la corrupción, sí, pero cuidado con los falsos moralizadores que buscan eternizarse en el poder.