Hubo un tiempo en el que, para mí, Bagua era el Perú. Trabajaba entonces en Londres, como monitor de libertad de expresión para América Latina (o algo así) en Index on Censorship. Perdido entre las modas y actualidades eurocéntricas, Perú no era más que Machu Pichu y unos simpáticos gorritos de lana. Una lejanía sin interés alguno.
Recuerdo como si fuera ayer el momento en el que Natasha Schmidt, editora asistente, se acercó a mí y me propuso rastrear todas las alertas mundiales publicadas a lo largo del año, con el ánimo de seleccionar los candidatos a los premios anuales de la organización.
Meses después, aquella conversación se convertiría en un homenaje a la historia de una pequeña radio peruana, Radio La Voz de Bagua. También en una merecida sonrisa de Carlos Flores Borja, su director, al recoger el premio, después de tantas penalidades y tropelías cometidas en su contra, por el simple hecho de hacer su trabajo, informar. (Incluso The Guardian escribió un pequeño editorial sobre el tema.
Al no poder volar hasta Londres, la familia Flores envió un video de agradecimiento. Nunca un archivo fue recibido con más ilusión en una redacción.
Y es que entre tantos abusos y tantos países, entre tantos papeles, la historia de la radio del Baguazo, como así le decían al cruento episodio que mostraban tantas palabras, nos cautivó. No sólo a mí o a Natasha, sino a todos los miembros de Index y del prestigioso jurado que consideró que aquella era una lucha universal del débil contra el fuerte, de la información contra la censura, de la humildad de muchos frente a la arrogancia de unos pocos.
Y así llegó el premio
Y así llegué yo, por casualidad, a Perú, otros meses después, confundiéndolo, desde la ignorancia, con Bagua. Pronto descubrí el error. Esa historia de valentía que representaban Radio La Voz y los indígenas que dejaron sus vidas en la Curva del Diablo no estaba en las calles limeñas. Y lo que uno encontraba en ellas era precisamente lo que había acabado con la vida de esos mismos indígenas, la miseria de unos políticos y unos medios, de los propios capitalinos, que consideraban que esos indios no eran ciudadanos de su mismo país, que sólo eran peruanos cuando les convenía.
En pleno 2013, seguimos sin saber qué pasó realmente aquel 5 de junio. Las cifras nunca dicen nada, son las historias las que cuentan. De la muerte no puede extraerse ninguna lección. Sólo de las historias. Y se conocen pocas historias de aquel día. Algunas, inocentes, siguen encarceladas; otras, culpables, siguen libres. El resto, olvidadas.
El Baguazo no fue un choque de civilizaciones, como argumentarían los acólitos de Huntington. No. El Baguazo fue, sencilla y trágicamente, la lucha entre unos que defendían su dignidad como personas y otros que pretendían seguir arrebatándosela. Eran palos y cuchillos contra pistolas y escopetas. Por eso era una lucha poderosa, porque era tan vieja e injusta como el propio mundo. Y por eso hoy, pasados cuatro años, sigue siendo una lucha que debemos seguir estudiando, para aprender sobre nosotros mismos, no sólo como pueblo (universal), sino también como personas.
Tal vez por eso, después de más tiempo del que nunca imaginé, sigo acá, en el Perú, tratando de encontrar Bagua en estas grises calles…
(*) http://historiassinnoticia.tumblr.com