El día viernes una decisión del Presidente Ollanta Humala, esperada durante muchos meses y que formó parte de la campaña presidencial, clausuró la actual agenda fujimorista: el indulto ha sido negado. Esta decisión gubernamental, basada en el informe de la Comisión de Gracias Presidenciales, ha provocado respuestas agresivas y en algunos casos amenazantes por parte de los fujimoristas, a quienes parece no alegrarlos el hecho de que su líder se encuentre fuera de peligro respecto de su salud.
Alberto Fujimori fue condenado de manera ejemplar por los delitos de lesa humanidad cometidos durante su régimen. Un indulto inmerecido no haría sino reiterar la injusticia vivida por los deudos de las víctimas, pero sobre todo, constituiría un mensaje terrible para cualquier sociedad democrática donde los delitos se sancionan y las sanciones las cumplen todos por igual.
Pero hay otro tema a veces opacado. La corrupción no sólo perpetrada, sino institucionalizada durante los diez años de Alberto Fujimori en el poder tampoco merece ser ni indultada ni olvidada. Por ello, fue oportuno que el presidente Humala hiciera mención de ella considerando además que en la coyuntura actual diversos casos de corrupción que habrían sido perpetrados por ex funcionarios (ex mandatarios para ser precisos) están saliendo a la luz.
No olvidemos, por ejemplo, que es el mismo Fujimori quien aceptó por completo la acusación fiscal respecto del caso que se le seguía por la compra de congresista tránsfugas, espionaje telefónico y compra de medios de comunicación. Esto quiere decir que él mismo se declaró CULPABLE. Por ello, no nos dejemos engañar por sus defensores al considerarlo “preso político” pues se trata de un culpable confeso. No existe pues ningún gris al cual ni fujimoristas ni defensores (lea usted señor Nakazaki) puedan apelar.
En el libro titulado “El pacto infame. Estudios sobre la corrupción” de Alfonso Quiroz se presenta un cuadro detallado en el cual se detalla que el promedio anual de lo que nos costó la corrupción fujimorista es de mil millones 409 dólares. En total, la corrupción entre los años 1990 y 2000 asciende a 14 millones de dólares. Una cifra escandalosa que no contempla los costos que han supuesto la destrucción de ciertas instituciones públicas incluidas la Presidencia de la República, el Poder Judicial, las Fuerzas Armadas, entre otras.
Recordemos también él nunca esclarecido pago de los estudios universitarios de Keiko Fujimori, quien ahora amenaza con salir a las calles por su padre, o los 15 millones de dólares entregados por Fujimori a Vladimiro Montesinos, pese a señalar que es Montesinos el único malo de la película, o las cuantiosas sumas de dinero que llegaron al Perú en calidad de donaciones por parte de ciudadanos japoneses y que, con Víctor Aritomi en la embajada del Perú en Japón, pasaron a una cuenta bancaria a nombre del expresidente. Hasta el día de hoy los japoneses no saben qué pasó con su dinero.
La corrupción hizo metástasis en nuestro país durante este régimen y, convenientemente, fujimoristas y una serie de empresarios y analistas diversos la omiten, señalando las “bondades” del modelo instaurado por Alberto Fujimori. Un modelo donde el neoliberalismo más salvaje permitió también el saqueo de nuestras riquezas.
Si en el año 2009 la sentencia a Alberto Fujimori constituyó un primer paso ejemplar para construir un país más decente que el que tenemos, la negativa al indulto de este culpable constituye una reafirmación de esa decencia que los peruanos merecemos. Que no nos alcance la amnesia provocada por ciertos personajes y, por qué no decirlo, ciertos medios de comunicación que durante años sirvieron al régimen fujimorista por ser el mejor postor. La corrupción no se indulta.