Tras permanecer en el aeropuerto de Viena durante más de 13 horas, el avión presidencial de Evo Morales pudo finalmente reemprender el regreso a Bolivia, previa escala técnica en Canarias, en un episodio cuya parte esperpéntica no debe velar la política: una crisis diplomática sobre la base de una humillación gratuita a la que se ha visto sometido un jefe de Estado. El avión del presidente boliviano, que había asistido en Moscú a una reunión de países productores de gas, tuvo que aterrizar en la capital austriaca porque varios países habían denegado el permiso para sobrevolar su espacio aéreo en el camino de vuelta. ¿Razón? La mera sospecha de que el exanalista de la Agencia Nacional de Seguridad de EE UU, Edward Snowden, perseguido en su país por desvelar un espionaje masivo, podía viajar a bordo.
La retención fue considerada con razón una afrenta intolerable y Evo Morales recibió la solidaridad de varios países latinoamericanos, desde Argentina, Ecuador, Venezuela y Nicaragua hasta Chile y Uruguay, entre otros. Aunque el vicepresidente boliviano, Álvaro García Linera, exageró al afirmar que Evo se encontraba “secuestrado” en Europa y que se había puesto en peligro su vida, lo cierto es que el trato no tiene precedentes y contraviene los tratados y las reglas de la diplomacia internacional, que dota de inmunidad a las naves en que las viajan los jefes de Estado.
El hecho es que la búsqueda de una persona reclamada por la justicia estadounidense ha arrollado las normas que protegen a un presidente de otro país. Y detrás de este hecho se encuentran las enormes presiones que ejerce EE UU sobre sus socios europeos para detener a Snowden, y la vergonzosa facilidad con la que algunos de ellos se pliegan a esas presiones, en contraste con la cautela y timidez mostradas a la hora de defender a sus ciudadanos frente a las injerencias de los servicios secretos norteamericanos en las comunicaciones tanto de particulares como de organismos públicos y medios de comunicación.
Sin negar el derecho del Gobierno de Obama a castigar a quienes hayan infringido sus leyes, la persecución del delito debe hacerse siempre con escrupuloso respeto a la legalidad nacional e internacional y sin recurrir a presiones para forzar conductas en absoluto justificables. El presidente Obama corre el grave riesgo de que la persecución de Snowden acabe aumentando aún más el descrédito que ya le ha causado el grave episodio del espionaje.