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La clase media, hija del crecimiento económico y madre del consumo masivo, hoy se siente morir. Y con ella vacilan los fundamentos de las sociedades modernas. Desorientados, los gobernantes la presentan como el motor de un futuro mejor. Pero las cosas son bien diferentes. Porque la distancia que existe entre ese discurso y la realidad es inmensa. Y el porvenir, incierto.
Para ver eso sólo basta con mirar las calles del mundo. De Rusia a Turquía, de Brasil a Egipto, pasando por Chile, Bulgaria oTúnez, el poder es mayoritariamente ejercido por dirigentes elegidos democráticamente. Pero hoy ellos son desafiados desde la calle por millones de e-revolucionarios, representantes de la nueva clase media, con expectativas rotas o incumplidas y conscientes de su declive.
"Estamos todos conectados: Bulgaria, Turquía, Brasil... Nos enviamos tuits en inglés para comunicarnos y apoyarnos", dice la escritora búlgara Iveta Cherneva, especialista en temas de globalización. A los 29 años, esta ensayista salió a manifestar hace poco, por primera vez, en Sofía.
"Peleamos por diferentes razones, pero todos queremos que nuestros respectivos gobiernos se pongan a trabajar por nosotros", dice.
"En ninguna parte la protesta política fue protagonizada por los pobres, sino por jóvenes con un nivel de educación y un ingreso superiores al promedio. Son adeptos a las nuevas tecnologías y usan redes sociales, como Facebook y Twitter, para difundir informaciones y organizarse. Aun cuando viven en países que regularmente tienen elecciones democráticas, esos sectores se sienten excluidos por las elites políticas que ejercen el poder", explica el célebre historiador estadounidense Francis Fukuyama.
Con características similares, el fenómeno se manifiesta de dos formas diferentes, según el nivel de desarrollo de la sociedad en cuestión.
Mientras que en los países emergentes se trata de una clase media que gana importancia y espera cosas nuevas que no exigían sus padres, en los países desarrollados es una clase media con menor calidad de vida que la generación precedente, pues se convirtió en la primera víctima de la globalización y los cambios tecnológicos. Ambos movimientos beneficiaron a las elites. De ahí la cólera. Una ira que no cesa de estallar aquí y allá.
En Sarajevo, miles de residentes furiosos, sin diferencia de etnia, salieron a la calle a protestar contra los parlamentarios bosnios, incapaces de resolver el problema de inscripción de miles de recién nacidos en el registro civil.
La semana pasada en Egipto, millones de personas exigieron (y lograron) la partida del presidente Mohammed Morsi "por inepto e incapaz de cumplir sus promesas de campaña", apenas un año después de las primeras elecciones presidenciales democráticas en la historia de ese país. Detrás de las marchas estaba el movimiento Tamarod, integrado por jóvenes universitarios, que alentó a los egipcios a tomar las calles.
En Europa y Estados Unidos, son muchos los que perciben un nuevo tipo de protesta de la clase media planetaria, por ejemplo, en los "indignados" españoles y en el movimiento Occupy Wall Street. En ese marco se encuadran también las marchas con cacerolazos de los últimos meses en las principales ciudades de la Argentina.
"En 1960, protestaban para romper rigideces culturales y contra la guerra. En los 90, contra la globalización. Hoy, las clases medias protestan para hacerse oír por los gobiernos y por la libertad económica y social", resume Fukuyama.
Ese análisis coincide con el diagnóstico formulado en junio de este año por la Organización Internacional del Trabajo (OIT). En su informe anual, la OIT no sólo predijo un importante incremento del desempleo mundial en los próximos cinco años, sino que describió "un marcado aumento de las desigualdades sociales y un debilitamiento de las clases medias".
Esa pauperización no representa sólo un problema económico. También tiene consecuencias sociales y políticas. "La estabilidad de las democracias occidentales reposa en gran parte en las clases medias que votan, pagan sus aportes sociales e impuestos, constituyendo así un pilar del sistema", precisó en ese momento Raymond Torres, autor del informe y director del Instituto Internacional de Estudios Sociales.
Aferrados a la política tradicional, los dirigentes parecen tener dificultades en darse cuenta de que están sentados sobre un barril de pólvora, pues -como sucede casi siempre desde hace más 200 años- cuando se le niega toda perspectiva y promoción social, la clase media apela a la revolución como último recurso para hacerse escuchar.
Contrariamente a lo que suele creerse, no son los sectores más sumergidos los que hacen las revoluciones en Occidente, sino las clases medias. Con excepción de la Revolución de Octubre, en Rusia, así sucedió con todas las sublevaciones populares, a comenzar por la Revolución Francesa, de 1789.
"La aristocracia del siglo XVIII provocó la revolución cuando intentó limitar a cualquier precio la influencia de abogados y empresarios. En toda Europa, con excepción de la sabia Inglaterra, la nueva clase media, con sus ciudadanos de segunda categoría, no estaba en condiciones de decidir sobre su futuro", explica el filósofo polaco Marcin Król.
En otras palabras, los elementos desencadenantes de un movimiento revolucionario son sobre todo la ausencia de apertura de la vida pública y la imposibilidad de promoción social.
Hoy, la discriminación parece ser a la vez diferente y similar. La aristocracia ya no monopoliza la toma de decisión, pero banqueros, especuladores bursátiles y dirigentes de multinacionales que ganan millones de dólares apartan hábilmente del proceso de decisión a la clase media, que sufre severas consecuencias. La crisis del euro en Europa, con su cortejo de austeridad, desempleo, déficits y desamparo, es el mejor ejemplo.
Hasta el momento, tanto en Medio Oriente como en Occidente, esos movimientos masivos de protesta no lograron organizarse políticamente. Todos saben por qué protestan, pero carecen de programa. Transformar la cólera en poder político es, en resumen, la ecuación más difícil de resolver.
El mejor ejemplo de ello es el movimiento Cinco Estrellas, del ex cómico italiano Beppe Grillo, incapaz de cristalizar en el Parlamento la confianza depositada en él por casi un 25% de los electores, hartos de sus dirigentes tradicionales.
Esa incapacidad tal vez sea la única tabla de salvación (provisoria) que queda a los gobiernos actuales, desvalidos ante estas nuevas formas de exigencia ciudadana.
"Para las clases políticas tradicionales, las clases medias han servido siempre de envoltorio presentable de proyectos que no la conciernen. O de variable de ajuste en unas sociedades que tienden a ser cada vez más bipolares en materia social", señala el sociólogo francés Emmanuel Todd. "Nadie ve que ese mundo está en vías de desaparición", concluye.
El problema reside ahora en saber cuál será el futuro de la democracia representativa: ¿conseguirá aggiornarse y sobrevivir o terminará siendo fagocitada por la calle?.
(*) Artículo publicadom en el diario argentino La Nación este domingo 7 de julio de 2013.