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Jueves 18 de julio 2013

Mandela

Por: Grover Pango Vildoso
Mandela
Foto: www.elpais.cr

Tal vez este 18 de julio Nelson Mandela esté aún con vida para cumplir 95 años.  Cuando escribo esta columna sigue en estado “crítico pero estable” en un hospital de Pretoria, aunque es por todos conocido que lo asiste un respirador artificial, que se recuperación es casi imposible y que su inminente deceso ya ha generado disputas familiares por el reposo final de sus restos.

La vida de Mandela parece de leyenda y quizás en algún tiempo más, cuando se hable de ella, no faltará quien suponga que mucho podría ser producto de la imaginación. Quizás previendo esta posibilidad, hace pocos días Mario Vargas Llosa ha dicho: “Por una vez podremos estar seguros de que todos los elogios que lluevan sobre su tumba serán justos, pues el estadista sudafricano transformó la historia de su país de una manera que nadie creía concebible y demostró, con su inteligencia, destreza, honestidad y valentía, que en el campo de la política a veces los milagros son posibles.”

Hay que ser muy valiente para admitir que se pudo estar equivocado. Cuando un hombre abraza la alternativa de la violencia con la explicable argumentación que genera la inhumana injusticia que destilaba el “apartheid”, también se compromete con el riesgo de su destino. Por eso Mandela debió saber aquel día de 1964 que ingresó a la prisión de Robben Island para cumplir una pena a perpetuidad, que su final inevitable debería ser la muerte. Pero aprendió a pensar de nuevo y en los 27 años que estuvo preso fue alcanzando la sabiduría suficiente para proponer otros caminos que sirvieran para lo que nunca dejó de soñar: un país donde todos puedan vivir en paz, por encima de diferencias fundamentalmente étnicas.

Buena parte de ese tiempo, a la vez que los trabajos forzados, Mandela lo ocupó en estudiar por correspondencia y se licenció en Derecho por la Universidad de Londres. Supo, sin perder su condición de preso, convertirse en una figura de la que no se podía prescindir cuando se trataba de discutir –y el mundo discutía- sobre la injusticia contenida en la discriminación racial. Mandela no se distrajo jamás en su empeño, no renunció a sus ideales ni se dejó engañar al envolverlo en un intento de fuga para eliminarlo. Sin duda le costó mucho convencer a sus seguidores de que era posible convivir sin odiar, olvidando los agravios. Y también convencer a la minoría dominante, aquella que “detentaba el poder y se creía con el derecho divino a ejercerlo con exclusividad y para siempre”, que era posible vivir en paz. Fue en 1990 que el presidente Frederik Willem De Klerk, atendiendo al reclamo universal por Mandela, dispuso su libertad. La historia reservará un lugar de honor para De Klerk, un hombre de amplia tradición política que supo doblegar la ferocidad segregacionista. En 1993 ambos compartieron el Premio Nobel de La Paz y al año siguiente compartieron también el poder, como presidente y vicepresidente de Sudáfrica, hasta 1999.

Es verdad que no todo lo que se quiso lograr se ha cumplido y que la discriminación en Sudáfrica actual se expresa todavía de otras formas, lamentablemente. También es verdad que dos décadas puede ser un periodo demasiado corto para revertir tantos años de enfrentamientos. Pero Mandela ha dejado un ejemplo con su vida y ha trazado una ruta que otros, seguramente con menos sacrificio, deberán recorrer.

Si faltaba alguien que acompañara la maravillosa obstinación de Gandhi defendiendo la dignidad de la India y a Martin Luther King soñando ver niños negros y blancos jugando juntos en los EEUU, allí está Mandela -o Madiba como le dicen- para enseñarnos que la paz y la justicia son posibles, aunque a veces no lo parezcan.

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