Memoria de la Reforma Agraria
Crecí dentro de una generación que no tenía dudas sobre que en el Perú tendría que haber una reforma agraria. No sólo se trataba de la alucinante distribución de la tierra en la que un puñado de propietarios acaparaba inmensos territorios y las mejores tierras, relegando a las comunidades y campesinos a la condición de vasallos de los señores o arrinconándolos en las zonas altas y sin calidad productiva, sino del enorme poder político que emergía del control del campo que era un fuertísimo obstáculo para la transformación del Perú en una sociedad moderna y democrática.
El tremendo dolor causado por siglos, desde la colonia y la mayor parte de la república, nunca fue resarcido por un sistema de dominación que se fundó a sangre y fuego, a través de múltiples despojos, y de las decisiones de los poderes centrales para los que la miseria campesina era parte del orden natural de las cosas. Eso fue así hasta que los movimientos agrarios empezaron a extenderse por todo el país y a generar embriones de revuelta. Oleadas de tomas de tierras empezaron a modificar un orden de cosas que algunos imaginaban inmodificable.
A comienzos de la década de los 60, un vigoroso movimiento de campesinos en el Valle de La Convención y Lares, en el Cusco, impulsó la formación de sindicatos campesinos y estableció un programa de reforma agraria decidido desde las bases. A eso, la prensa de Lima le llamó “guerrilla” y convirtió a su dirigente emblemático, Hugo Blanco, en una especie de Che Guevara de la ceja de selva peruana. En 1962, el gobierno militar que reprimió a la organización campesina de La Convención y detuvo a Blanco acusándolo de la muerte de dos policías que cayeron en un enfrentamiento con los campesinos, y que además produjo la redada más amplia de dirigentes de izquierda que recuerde la historia y los mandó al Sepa, fue también el autor de la primera reforma agraria localizada en una sola provincia y que reconocía que la única forma de contener el alza de las luchas campesinas era satisfaciendo parcialmente las demandas de tierra.
Una anécdota de la época señala que los hacendados de la zona de conflicto eran los que pedían ser incluidos en la reforma del gobierno militar, ya que ella les permitía retener algunas de las mejores tierras, antes que los sindicatos le aplicaran su propia norma que los dejaría sin nada. En 1963, es elegido el arquitecto Fernando Belaúnde con un discurso de reforma social, que incluía por cierto la transformación de las estructuras del agro. Ganador en forma indiscutible de la votación, Belaúnde se encontró enfrentado a una coalición parlamentaria entre el partido de los hacendados y oligarcas y el APRA, que entre otros temas se planteó frenar la presión a favor de la reforma agraria. Así el belaúndismo fue derrotado varias veces en sus intentos en esta materia y fue bajando sus pretensiones de cambio hasta convertirlos en inocuos.
Quién revise la prensa de la época verá que frente a la reforma agraria, aún en sus visiones más moderadas, había una oposición férrea, muy parecida a la que se puede apreciar ahora cada vez que se proponen cosas mucho más sencillas como regular el consumo de comida chatarra en los colegios, asegurar la difusión de artistas peruanos en la televisión y la radio, o comprar los activos de una empresa petrolera que antes eran del Estado y que están siendo mal administrados. La técnica del escándalo ya estaba en uso en ese entonces con el mismo efecto paralizante que suele producir entre los políticos débiles de carácter.
El gobierno militar
En 1968, las Fuerzas Armadas desalojaron del poder a Fernando Belaúnde, cerraron el Congreso apro-odriísta e iniciaron un proceso de nacionalizaciones y reformas que cambió intensamente al país. La nueva doctrina que llevaban los inspiradores del nuevo régimen asumía que sin transformaciones profundas el país corría el riesgo de precipitarse en una guerra civil y que uno de los puntos claves era el de la reforma agraria. Apenas ocho meses después del golpe de Estado, el general Velasco pronunciaría su célebre discurso anunciándole a los campesinos que el patrón nunca más comería de su pobreza.
El remezón fue brutal. Más de 10 millones de hectáreas de tierra cambiaron de propietarios en un corto tiempo y el sistema de tenencia se convirtió en uno de los más democráticos de Latinoamérica al contar con el mayor número de pequeños propietarios viviendo de la agricultura. Frente a esta gigantesca reforma, en la que sin duda se cometieron errores y excesos, como siempre ocurre con los grandes hechos históricos, la única crítica que se levantó en su momento es la que provino de sectores de la izquierda que cuestionaban el excesivo control estatal sobre las empresas asociativas y levantaban los reclamos insatisfechos de organizaciones comunales.
Con sus propios errores, la izquierda aceleró el proceso de afectación, mientras la derecha callaba y no se atrevía a protestar por lo que estaba ocurriendo. Los expropiados medianos, que perdieron su capital con la reforma, nunca fueron defendidos por los que hoy hablan en nombre de ellos. Los bancos y entidades financieras actuaron más bien como lobos para arrebatarles los bonos que simbolizaban la deuda por sus bienes expropiados, que se los compraron al precio más bajo posible para ahora intentar cobrarlos a un valor muy superior con una formidable ganancia financiera.
Un debate ideológico
Periodistas de derecha han escrito en estos días que así se trate de la cantidad de miles de millones de dólares que sea, hay que pagarle el bono a sus tenedores (80% en manos de bancos y financieras), para con eso matar la reforma agraria y subrayar que esas cosas no deben hacerse. Es decir la ideología antireforma y antivelasquista sirve para justificar un traspaso brutal de dinero público a entidades que no tuvieron relación alguna con la tierra y las expropiaciones de hace 44 años. En esta trampa se quiere convencer al país que lo del 69 fue un abuso contra simpáticos propietarios a los que se les quitó su hacienda donde la agricultura florecía, para entregarla a personas que hicieron retroceder la historia.
Todo esto es una apelación a la mala memoria. Y habrá que dar gracias a que este asunto vergonzoso de los bonos nos permita volver a discutir lo que realmente pasó en el país en los 60 y 70, que es lo que explica mucho de lo que está ocurriendo actualmente.