Se levanta y cuela un poco de café. El concreto de la meseta está aún fresco. Magaly, sus dos hijos y su marido viven en una casa en construcción. Llevan siete años así. Poco a poco han levantado las paredes y colocado algunas tuberías. Cada día que pasa se acercan al final de la obra, pero también tienen otra jornada de angustias y riesgos para conseguir los materiales. Hoy necesitan buscar el polvo de piedra y la arena lavada. Sacan las cuentas antes de salir hacia el rastro estatal y me piden que los acompañe. Llegamos a un céntrico depósito, pero en la puerta la cara de la empleada resume las malas noticias. No han abastecido, hay que esperar hasta la semana que viene.
Nos sumergimos entonces en el mundo de lo revendedores de “áridos”. Encontrarlos es fácil; regatear, imposible. Los alrededores del taller de ferrocarril Cristina, conforman el mercado ilegal con más suministros en ferretería gruesa de todo el país. Basta caminar por los portales y de los huecos de las escaleras salen voces que preguntan ¿qué andan buscando? Somos cautos, no es recomendable irse con la primera propuesta. El timo está por todas partes. Un hombre con una pequeña mesa de reparar fosforera fija su vista en nosotros y nos susurra: “tengo de todo para construcciones”. En un gesto de prestidigitador nos pasa una papel manoseado que contiene una lista con precios: la gravilla y la arena a 1,50 pesos convertibles (CUC) el saco, la piedra de jaimanita para cubrir exteriores en 7 CUC el metro cuadrado y las lozas de granito salen a 10 CUC, también el metro cuadrado. “Si compran una buena cantidad, el transporte está incluido”, apunta mientras desarma un mechero con la bandera italiana dibujada sobre el plástico.
Mis amigos sacan cuentas. Adquirir el revestimiento para la totalidad del piso supondría el salario de ambos durante 20 meses. Los costos de la grifería le arrancan un gritito a ella, pero apenas se escucha, ahogado por el ruido de la calzada. Deciden priorizar. Sólo se llevarán ahora unos bloques, varios sacos de arena y dos puertas de madera. El vendedor hace la suma que queda redondeada a todo lo que ganarían Magaly y su marido en medio año de trabajo. “Siempre será una opción más barata que en las tiendas legales”, dice ella en voz alta para consolarse. Liquidan y partimos con los materiales, sobre un viejo camión soviético de matrícula estatal.
La noche cae y en los dedos de todos hay una capa gris de cemento y polvo. Los niños se acuestan en el único cuarto que tiene techo. La meseta ya está endurecida y los platos sucios quedan sobre su áspera superficie, pues todavía no hay instalación de agua para fregarlos. Mañana habrá que salir a conseguir acero y algunos interruptores eléctricos. Un día menos de construcción. Veinticuatro horas que los acercan a tener su casa terminada.