Grover Pango, autor de estas líneas
A veces el deporte nos da lecciones que debiéramos aprender para aplicarlas en otros campos de nuestra vida en sociedad. Un equipo de voleibol juvenil y su entrenadora singular nos pone entre los mejores del mundo, un corredor de autos se erige como ganador mundial en su serie o un joven levantador de pesas es doble campeón continental casi en silencio.
Reconozcamos también que con alguna frecuencia se hacen evaluaciones o juicios desproporcionados, exagerados (en lo bueno y en lo malo), pero hay voluntad de registrar los esfuerzos y los logros obtenidos. El mundo deportivo, es verdad, hace más fácil decidir porque allí suele predominar lo mensurable.
Aunque en otros ámbitos es más complicado alcanzar coincidencias, por fortuna existen personajes y especialidades que facilitan el reconocimiento de sus méritos. Comenzando por lo más valorado, alguien podrá no leer o no gustar las obras de Mario Vargas Llosa, pero nadie pondría en duda que su talento lo han ubicado donde llegó: el Nobel de Literatura. En lo suyo, Gastón Acurio o Juan Diego Florez o Mario Testino resuenan universalmente. Un buen grupo de artistas, literatos y no pocos profesionales científicos logran reconocimiento fuera y dentro del país y eso nos debe hacer sentir bien a todos.
Sin embargo, la disposición que tenemos para reconocer la valía de los demás sigue siendo, a mi juicio, sumamente pobre. Pareciera que no estamos preparados para -primero- admitir los triunfos de los demás y- segundo- celebrar sinceramente esos logros. Y más todavía: muchos parecen esforzarse en impedir el éxito de los otros. El gran Luis Alberto Sánchez decía que los peruanos jugamos el “palo ensebado” al revés: mientras en otras partes se empuja al que trepa para que llegue rápido a la cumbre, entre nosotros lo jalamos de los fundillos para que no lo haga.
No hemos aprendido (o no nos han enseñado) a reconocer el esfuerzo de los otros. Ese entrenamiento y esa capacidad son necesarios para formar instituciones, para actuar colectivamente, para no depender de iluminados que nos prometen lo imposible y para no arriesgar decisiones en manos de advenedizos.
Nos falta aprender (y nunca es tarde) que todos somos responsables de FORMAR A NUESTROS DIRIGENTES en la medida que debemos demandarles, desde muy temprano, que nos sepan conducir, que no nos engañen, que nos hagan ser mejores, que no nos infundan mediocridad.
En medio de todo esto, sabiendo que la formación de las personas sigue siendo la principal tarea de toda sociedad y que sólo esas personas, esos ciudadanos, son capaces de constituir instituciones sólidas y duraderas, la responsabilidad de estos tiempos exige a quienes tienen reconocimiento social, a quienes saben que la comunidad los distingue por alguna razón positiva, que hagan su mejor aporte para no permitir que nos envuelva el desaliento y la desconfianza.
Nuestros viejos defectos (mezquindad, hipocresía, maledicencia, elusión, deslealtad) serán menores si hay voces y gestos que impidan la desorientación nacional. Si hay descontento y enojo en las calles, el diálogo y la concordia son los que pueden cerrar el paso a los que buscan el caos para que “se vayan todos”.