Para enfrentar con eficacia el racismo es necesario conocerlo a fondo y desentrañar sus trampas. De lo contrario, podemos quedar enredados en ellas, poderosas y capaces de camuflarse “inocentemente” en intersticios del lenguaje, que no es un simple código de señales, sino el medio natural —el más expedito y asiduo, junto con la conducta— para la expresión de la conciencia.
Las trampas mencionadas surten efecto incluso al abogar por “la igualdad de las razas humanas”, pues esos términos suponen aceptar la existencia de razas en la especie, y ello es medular en el cogollo del engaño. El nombre del mal, racismo, refuerza los prejuicios, aunque se use para combatir la realidad que designa, pues él surgió de la errónea aplicación de divisiones raciales en el género humano, y la lleva implícita.
Cuba tiene especial y honrosa responsabilidad en el cultivo de una herencia iluminadora si las ha habido: la que, como parte de su pensamiento, José Martí legó a este país y al mundo más de un siglo antes de que la ciencia probara, con descubrimientos relativos al genoma humano, que la humanidad es una sola, a despecho de las diferencias externas entre sus integrantes. En Nuestra América, ensayo publicado en enero de 1891, Martí negó radical y fundadamente que hubiera razas en los humanos.
Ese juicio se ha citado incontables veces, pero la persistencia mundial y local de las falacias por él refutadas, confirma que urge reiterarlo mucho más, como el concepto revolucionario que es: “No hay odio de razas, porque no hay razas. Los pensadores canijos, los pensadores de lámparas, enhebran y recalientan las razas de librería, que el viajero justo y el observador cordial buscan en vano en la justicia de la Naturaleza, donde resalta en el amor victorioso y el apetito turbulento, la identidad universal del hombre. El alma emana, igual y eterna, de los cuerpos diversos en forma y en color. Peca contra la Humanidad el que fomente y propague la oposición y el odio de las razas”.
Frente a infundios que siguen calzando el racismo, la cita es una trinchera de ideas en los afanes para erradicarlo. Marcada por ese mal, la lucha de clases se cromatizó especialmente a partir de 1492, hito en el inicio de una mundialización con la cual los opresores fabricaron mayor diversidad de “argumentos” para blindar sus intereses. Hasta los conocidos sucesos de aquel año las fuerzas dominantes europeas habían esclavizado a masas poblacionales que tenían igual o similar color que el suyo; pero las colonizaciones y las conquistas entonces desatadas hicieron del color de la piel un recurso más para la dominación.
La expansión experimentada en el planeta la capitalizaron aquellas fuerzas para arrogarse el “derecho” de someter a comunidades que, por ser de otros colores epidérmicos, fueron tildadas de inferiores y carentes de alma, y obligadas a servir como bestias de labor. En contraposición se idealizó la falsa blancura como título nobiliario (para los poderosos: no de igual modo para los pobres). Todo ello se implantó en la esfera de la ideología, aunque nadie sea exactamente de ninguno de los colores decretados en ese rejuego como distintivos de supuestas razas.
Con respecto en particular al África, los efectos de la melanina se tomaron para urdir criterios con los cuales presentar la esclavitud como un mandato divino. En el interior de aquel continente existía ya dicho flagelo, sobre la base de diferencias sociales que no podían justificarse por diferencias de color, sino, como en todas las latitudes, por la fuerza material de los opresores. Ocurría también en los territorios identificados como de gente cobriza, que fue el caso de las tierras que los europeos denominaron América y a cuyos pobladores originarios impusieron el régimen de encomiendas, una forma de esclavitud; y similar suerte corrió Asia, con poblaciones también supuestamente cobrizas, y amarillas, según la región. En estos apuntes los colores aplicados a seres humanos aparecen sin comillas para simplificar la escritura, no porque tal aplicación se acepte como válida.
Los atajos por donde asoma o se oculta el racismo —un mal que solapa relaciones sociales determinadas por la clase de la cual se forma parte— son intrincados, y han hecho valer falacias variopintas: entre ellas, contraposiciones del tipo de facciones finas/facciones toscas, pelo bueno/pelo malo, y otras, como esa de “adelantar la raza”. Sinónimo de hibridez, el mestizaje se asoció a lo espurio, a lo sucio, distinto de la pureza, metáfora de índole moral trasplantada de terreno como arma de los opresores contra los oprimidos.
El ejemplo más brutal de valoración malvada, para denigrar, del mestizaje humano, lo ofrece una de sus variantes, y no estará de más recordarlo: los términos mulato y mulata se acuñaron por asociación con mulo y mula, para designar al mestizo de blanco y negra. También al de negro y blanca, pero este debe suponerse más escaso, al menos cuando los esclavistas —por lo general blancos, aunque se debe recordar que en la misma Cuba también los hubo, en menor cuantía, negros y mulatos— gozaban del llamado derecho de pernada, o podían “seducir” por la fuerza.
Rebasada esa etapa, la escala de valores implantada en ella se prolongó allí donde, como en Cuba, el patriarcado y la herencia de la esclavitud perpetuaron la posición ventajosa del varón blanco, y la mujer blanca padeció en un estrato alto su “inferioridad” de género. Ella le tocaba en suerte al varón blanco y de recursos, quien podía, además, “beneficiar” a mujeres negras y mulatas, en relaciones ilícitas, pero “normales”. Incluso ante las mujeres de su mismo color —y esas eran las que “le tocaban”— el negro pobre sufría desventaja.
Es deseable, pero tal vez iluso, aspirar a que las secuelas de semejante realidad se extingan en pocas décadas: hasta pueden prolongarse en circunstancias diferentes, y sembrar rencores frustrantes. Por entre dicha realidad surgió la nación cubana, distintivamente mestiza, y en su formación un estatus similar al de negros y negras se reservó a los chinos y a lo que quedó de los pobladores originarios. El europeo era fundamentalmente el español, que ya había tenido en la Península su propio mestizaje, en el cual África tuvo un peso relevante, sobre todo pero no solo por el componente árabe.
Frente al positivismo, que tanto prejuicio calzó, Martí escribió años antes de Nuestra América: “El espíritu, sumergido en lo abstracto, ve el conjunto; la ciencia, insecteando por lo concreto, no ve más que el detalle”. Por su lado, la sabiduría popular hizo su aporte al conocimiento de la sociedad. Para quienes presumían de pureza blanca se creó una pregunta que irónicamente sigue rebasando sus términos: “¿Y tu abuela dónde está?”; y también esta afirmación, especialmente aguda como retrato de la realidad étnica nacional: “El que no tiene de congo tiene de carabalí”, o de mandinga, de lucumí, de etíope…
Un interesante artículo de Beatriz Marcheco Teruel, presidenta de la Sociedad Cubana de Genética Humana, informa que, sobre la base de una muestra demográfica —1019 cubanos de 137 municipios—, una investigación reciente corroboró una verdad sabida de antemano: Cuba es mestiza. El 72% de las evidencias genéticas corresponde a los ancestros europeos, los componentes africanos llegan al 20%, y al 8% los llamados indios.
Ello se explica porque el elemento europeo fue dominante en una nación sometida por el colonialismo español hasta casi cien años después del proceso de independencia continental, y porque la población originaria fue mayoritariamente diezmada en los primeros siglos de la colonia, mientras que la introducción de africanos se interrumpió con el fin legal de la trata y de la esclavitud en el siglo XIX. Además, siguieron llegando españoles hasta bien entrado el XX, y durante la esclavitud se importaron africanos de gran diversidad étnica —como para dificultar que se unieran en la lucha por la libertad—, pero las cifras de individuos negros no fueron tan significativas como en Haití, cuyo fantasma aterraba a la oligarquía de España, y a su súbdita criolla.
Objetivamente la confirmación del mestizaje cubano apoya la lucha contra prejuicios que han obstaculizado el afán con que, desde el triunfo en 1959, la Revolución erradicó legalmente y con medidas prácticas la discriminación, como un paso para eliminar el racismo, que no se borra por decreto ni actúa de un solo lado de la sociedad. Se sabe de revolucionarios blancos dispuestos a dar la vida por sus hermanos en África, pero no tanto a tolerar que una hija se le case con un compatriota negro. Ni es imposible oírle a un negro “chistes” condensables en decir que en su nacimiento fue la última vez que estuvo entre las piernas de una negra, y no está dispuesto a repetir la experiencia. Frente a eso, Nicolás Guillén —el del son entero— tenía claro que la mejor mujer para el amor es la enamorada.
Hace tiempo que el autor de este artículo no ve a un amigo mulato que solía decir cosas como aquella, y que logró su ideal de pareja y se fue a España, lo que de alguna manera hace pensar en quienes usan a la vez el derecho de reclamarse afrodescendientes y el de solicitar la ciudadanía española. Son derechos, y cada quien es libre de ejercerlos, y de pensar que los tiempos, las realidades, cambian. Pero también se debe tener libertad para valorar esos derechos, y otros, y para recordar algo en lo cual se puede ver raíces: Martí murió con documentos de Haití, que un agente consular de esa nación le extendió para facilitarle su llegada a Cuba, donde ocuparía su sitio en la guerra contra el colonialismo español, organizada con decisiva participación suya.
Recordar ese hecho no implica alimentar odios, ni ignorar la amplitud de la máxima Patria es humanidad, ni lo que Martí añadió a esas palabras y suele no citarse: patria “es aquella porción de la humanidad que vemos más de cerca, y en que nos tocó nacer;— ni se ha de permitir que con el engaño del santo nombre se defienda a monarquías inútiles, religiones ventrudas o políticas descaradas y hambronas, ni porque a estos pecados se dé a menudo el nombre de patria, ha de negarse el hombre a cumplir su deber de humanidad, en la porción de ella que tiene más cerca. Esto es luz, y del sol no se sale”.
En cuanto a la afrodescendencia vista desde Cuba, como desde cualquier parte del mundo, lo decisivo no es la cantidad de genes africanos que cada ciudadano tenga. Habría que ver si una muestra limitada da margen suficiente para afirmaciones absolutas al calificar la totalidad de una población, sea la cubana u otra. Decisivo es que la humanidad en pleno proviene de África, porque, según investigaciones hechas y el saber acumulado hasta hoy, allí se originó el homo sapiens, aunque haya quienes se irriten con el dato. Y si nuevas indagaciones probaran que la especie humana surgió en otro sitio, o en varios a la vez, ello no autorizaría a considerar que unas personas, por su origen, son superiores a otras.
Frente a posiciones racistas basadas en presuntas purezas raciales, la reivindicación del mestizaje ha tenido un fuerte cimiento en la creatividad de pueblos mestizos como los situados en tierras costeras del Mediterráneo, desde las cuales las culturas griega y latina hicieron aportes fundamentales al mundo. Sí, particularmente en Cuba el reconocimiento del mestizaje puede favorecer que se erradique la herencia de un pensamiento racista afianzado con la esclavitud y fortalecido con la influencia de la mayor base territorial que haya tenido la ferocidad racista en tierras de América: los Estados Unidos.
Pero, aunque no fuéramos mestizos, y aunque fuera incierto que el más negro de los cubanos tiene en su composición genética elementos europeos y no hay blanco que no tenga genes de origen africano, eso no sería la razón fundamental para combatir el racismo. Absolutizar ese camino puede conducir a que se eche mano a la preponderancia numérica de genes de origen europeo, y decretar que, con el aval de la cifra mayoritaria, a ese elemento le corresponden más derechos. En general, hacer depender de conteos genéticos la justicia entre los seres humanos, o considerar que ella puede necesariamente guardar relación directa con el mestizaje, acaba remitiendo de alguna manera a patrones racistas.
En Cuba, como en todo el mundo, los seres humanos tienen idéntico derecho a que se les considere iguales, y a serlo. Las únicas líneas divisorias válidas las trazan los valores éticos, y la disposición, probada en actos, de hacer el bien y defender las virtudes medulares, como la decencia. Y si no fuéramos genéticamente mestizos, lo somos culturalmente. Pero, aun si tampoco fuéramos mestizos en la cultura, tendríamos el mismo deber de cultivar la dignidad humana y su reconocimiento. Quien lo desee puede sentir orgullo de sus ancestros, pero vale reiterar que, vengamos de donde vengamos, nos convoca un deber: el de ser humanoascendentes, meta que desborda fronteras y orígenes, y, más que al pasado, remite al futuro, pero no visto pasivamente, sino con el afán de construirlo bien.
* Licenciado en Estudios Cubanos y doctor en Ciencias Filológicas por la Universidad de La Habana. http://luistoledosande.wordpress.com
Nota publicada en bolpress.com