Grover Pango, autor de estas líneas
Michelle Bachelet ha llegado a la Presidencia de Chile nuevamente. Como antes con Sebastián Piñera en esta ocasión ha necesitado de una segunda vuelta, pero su victoria ha sido mayor frente a Evelyn Matthei. La diferencia es que este año el voto chileno no fue obligatorio sino voluntario.
El ausentismo en las urnas ronda el 60%. Quienes decidieron no participar han expuesto argumentos diversos: es previsible quien gane; los resultados me resultan indistintos; ambas son parte de lo mismo; ninguna expresa mi posición; prefiero estar con mi familia; debo comprar juguetes navideños, y otros más. Dato curioso es el que el más alto número de los votantes sean personas mayores, adivinamos que con una experiencia política suficiente como para persuadirlos de la importancia de votar.
Chile es considerado como un país del primer mundo. Su PBI per cápita es superior a los 15 mil dólares y su IDH es considerado Muy Alto (40º en el planeta). Ocupa el puesto 44 en PISA mientras nosotros somos el 65 (y últimos).
Vale la pena preguntarse qué pasaría en nuestro país si ejerciéramos el voto voluntario. Si hoy nuestra gobernabilidad es frágil por la debilidad institucional del Estado, pero también de la organización social (partidos políticos incluidos) y con una “ciudadanía de baja intensidad”, con una actitud elusiva y compromisos colectivos casi nulos, no parecieran buenos los augurios.
No resulta irrelevante que en el Chile de hoy se levanten voces preocupadas por la anunciada “falta de legitimidad” del futuro gobierno. Tanto que el ex -Presidente chileno Ricardo Lagos ha reconocido que creyó en el voto voluntario, pero ahora piensa que fue un error. Hay cosas que aprender en cabeza ajena.