Daniel Parodi, autor de estas líneas
Gonzalo Portocarrero – importante sociólogo considerado en el campo de la izquierda socialista- dibuja en los últimos años una reflexión marcada por la honestidad intelectual. Y es un mérito hacerlo desde el ambiente académico de ciencias sociales del ,Perú, contaminado por décadas de un fundamentalismo ideológico de izquierda, tan dañino como el fundamentalismo de derecha. Portocarrero habla fuerte, no es poco decirles a estos fundamentalistas a boca de jarro “Aunque muchos no quieran reconocerlo es un hecho que el socialismo ha sido el fiasco más grande de los siglos XIX y XX” como ha afirmado en un reciente artículo en "El Comercio".
Solvente en el análisis que correlaciona variables sociológicas y subjetivas, Portocarrero disecciona limpiamente la lógica y estructura del andamiaje emocional e ideológico de la denominada “nueva izquierda” nacida en los años 60 y 70. En la base está una forma radical y “romántica” de creencia en los ideales de justicia y libertad. Ello sustentó en la práctica una especie de voluntarismo político ingenuo: la “causa socialista” era todo lo mejor y más puro del humanismo, una sociedad sin lucro, solidaria y democrática, forjada desde el “heroísmo popular”, sin pobreza y de la mano con el avance de la ciencia.
Pero la dura realidad social e histórica no desaparece por alguna mágica obra de nuestros salmos morales. La realidad siempre está allí. En esto Haya de la Torre y la Democracia Social peruana tuvieron el enorme acierto de construir conceptos y planteamientos desde la realidad y no desde el enamoramiento de las ideas. Naturalmente la historia ha hecho su trabajo. Los que tienen ojos para ver -como Portocarrero- descubrieron la emergencia de la “ambición de los líderes” en los regímenes "socialistas", la “burocracia ineficiente y despótica”, la crueldad de líderes autoritarios y mesiánicos…la “corrupción generalizada”.
Portocarrero termina desenmascarando la triquiñuela chantajista de los fundamentalistas: que denunciar esta putrefacción era y es darle “armas al enemigo”; y cierra el círculo con una profunda y ética definición de qué es la demagogia: “la demagogia (también la demagogia moral, añadiría yo) es precisamente recoger y potenciar la ilusión popular por situaciones imposibles”. En una sociedad política tan contaminada por el odio visceral y la irresponsabilidad permanente, reconforta el llamado de Portocarrero por reconocer cuál es la realidad, cultivar la mesura, el sentido común y la responsabilidad. Los jóvenes estamos cansados de tanta histeria.
Pero, ¿es nueva la. denuncia y el camino recorrido por Gonzalo Portocarrero? No. Leerlo ahora es como releer a Camus, Koestler, Djilas, Nizan, etc. Portocarrero llega a descubrir -quizás un poco tarde- lo que Corneluis Castoriadis señalara del sistema comunista soviético:
“La decadencia del Imperio Romano duró tres siglos. Dos años han bastado, esta vez sin la ayuda de los bárbaros, para desarticular irreparablemente la red mundial del poder guiada desde Moscú, sus pretensiones de hegemonía mundial, las relaciones económicas, políticas y sociales que la mantenían cohesionada. En vano se buscará un equivalente histórico a la pulverización de lo que hasta ayer parecía una fortaleza de acero. De pronto el monolito de piedra ha demostrado estar hecho de barro, mientras los horrores, las monstruosidades, las mentiras y los absurdos revelados día a día eran aún más increíbles de lo que los más acerbos críticos de entre nosotros habíamos podido manifestar” En esta sociedad totalitaria y enferma “se realizaba como forma nunca antes llevada tan lejos la esclavización de las masas, de terror, de miseria planificada, de absurdez, de mentira y de oscurantismo” Y Casoriadis termina preguntándose “¿Cómo ha podido funcionar durante tanto tiempo este engaño histórico sin precedentes?”[1]
Y en América Latina fue el APRA y Haya de la Torre los primeros que denunciaron el engaño del socialismo totalitario, del comunismo criollo, ortodoxo y digitado desde las tierras de Europa del Este. Hoy queda demostrado que Haya tuvo razón a pesar de que fue sus enemigos lo tildaron de renegado.
Por ello, es importante hacer dos precisiones: una histórica y la otra ideológica (siendo también histórica):
Primero: no es cierto que haya fracasado el socialismo. Lo que ha fracasado históricamente es el socialismo autoritario. El socialismo democrático sigue históricamente en la lucha por mayor democracia, mayor igualdad, por la defensa de los derechos de las minorías, por limitar el poder del capital financiero, por hacer del mundo una tierra ambientalmente sostenible. Ese socialismo democrático, o esa democracia social para América Latina, siguen en pie de la mano de las fuerzas de las comunidades organizadas.
Segundo: el asalto del terrible monstruo autoritario escondido debajo de ese fundamentalismo ingenuo y romantico, nunca fue una sorpresa. Fue, en verdad, casi su condición. Ya los maestros anarquistas, desde Bakunin hasta Malatesta, junto con los socialistas democráticos que enfrentaron con su sangre al Leninismo, denunciaron de mil maneras la atrocidad totalitaria que se venía, disfrazada de superioridad científica y moral. Era previsible.
Finalmente, concordando con Portocarrero, pensamos que la construcción de una sociedad más democrática y justa pasa por trabajar en favor de una “cultura y una subjetividad” que le dé sustento, sabiendo que esta “sólo puede crearse muy paulatinamente”. Esa nueva cultura democrática, pasa por educar a los jóvenes en reconocer como legítimos a todos los actores políticos democráticos. También pasa por enseñarles que no hay una verdad única, menos una posición política que “moralmente” sea superior a otras. Ya sabemos –por la historia- donde nos llevan esos fundamentalistas morales. Pasa por luchar cotidianamente por el cese del odio político.
Pasa por ejemplo, por terminar con ese cáncer cultural oligárquico que todavía da coletazos en nuestros días: el antiaprismo.
[1] Publicado en Le Monde, 24 y 25 de abril de 1990 y citado en “El ascenso de la insignificancia”, Cornelius Castoriadis. Ed. Frónesis. 1996.