Las ciudadanas y ciudadanos de a pie se hacen esta pregunta.
Y, por lo que se ve, la respuesta parecería ser que el orden jerárquico allí es el siguiente:
1.- Nadine Heredia de Humala; 2.- la CONFIEP; 3.- el Ministro de Economía Luis Miguel Castilla; y 4.- el Presidente de la República.
Lo que sucede entre bambalinas trasciende al público en ciertos actos oficiales por la infaltable presencia de Nadine Heredia como un personaje central que, sin embargo, no figura en el libreto. Está en escena sólo porque es la esposa del actor protagónico, el Presidente de la República.
Si cubriéramos esta obra con la normativa constitucional, no encajaría en ésta. Ningún artículo de la Constitución atribuye a la cónyuge del Presidente de la República alguna función y ni siquiera la alude y, salvo en las tinieblas oníricas, se podría pensar que goza de algún tipo de poder público. Las normas aplicables al cónyuge del Presidente de la República están contenidas en el Código Civil, en la sección correspondiente a la sociedad conyugal, pertinente a todos los ciudadanos y ciudadanas casados.
Se debe suponer, por lo tanto, que la ostensible intervención de Nadine Heredia en los asuntos públicos y su inocultada jactancia de poner y quitar ministros es una expresión de la informalidad en nuestro país que, en este caso, va de arriba hacia abajo.
Que se sepa, ningún otro Presidente de la República de América y, tal vez, del mundo, permite que su cónyuge se meta en los asuntos de gobierno y en los actos oficiales de atribución de cargos ministeriales.
Los ingleses sonreían ante el papel que Margaret Thatcher le reservó a su marido, un buen señor que se quedaba en la casa ocupado en las labores domésticas y en abastecerse en los supermercados. Pero lo consideraban normal. Hubiera habido una revolución, en este país cuna del constitucionalismo, si el marido de la Thatcher se hubiera presentado un día en el Parlamento al lado de su mujer. Ella habría caído estrepitosamente para nunca más volver a levantarse. A la Thatcher ni en sueños se le habría ocurrido cometer semejante torpeza. Ella mandaba y mandaba bien, sujetándose al “statute law” y a la “common law”. Por algo la llamaban la “Dama de Hierro”.
Si a Nadine Heredia tanto la subyuga presenciar los actos de juramentación de los ministros, su lugar no está arriba, en la plataforma con la mesa, la parafernalia litúrgica, su marido y los ministros en ciernes, sino en el llano, entre el público de burócratas y ayayeros oficiales, convocados para aplaudir.
Si, más que eso, le encanta conversar y discutir con su marido sobre los actos de gobierno y de política, el ambiente natural de estas pláticas tendría que ser el hogar, como sucede con las demás parejas cuando hay entre ellas verdadera igualdad para tratar de su vida personal y común, sus pensamientos, sentimientos, recuerdos y anhelos.
Otra cosa es su pasión por el mando, no sólo como aspiración, sino como práctica real, lo que se traduciría en decisiones que el Presidente de la República formalizaría, como un médium.
Esto no está bien; ni aquí ni en la Cochinchina.
Los franceses usan una expresión para indicar lo que se pasa de la raya: “trop c‘est trop”, es decir “demasiado es demasiado”.
Si Nadine Heredia quería mandar como Presidente de la República debió haber participado como aspirante a candidata en las elecciones internas de su partido y, si triunfaba, debió haber intervenido en las elecciones políticas, como otros candidatos a la Presidencia de la República, y como las ilustres mujeres que son presidentes de Argentina, Brasil, Chile, Costa Rica, o como esa paradigmática mujer que es Ángela Merkel, Canciller de Alemania.
Pero (¿quién podría saberlo?) tal vez no hubiera concitado el voto del 31.5% de los electores que en la primera vuelta de 2011 colocaron a Ollanta Humala en el primer lugar.
Estos electores votaron por una opción de cambio y de mejora social, y no por una conducción neoliberal de nuestro país, ad referéndum de la organización suprema de los empresarios peruanos, la CONFIEP, y dominada por el perenne temor de disgustar al poder mediático.
Que la administración del Estado no puede prescindir ahora del régimen capitalista implantado en nuestro país es algo indiscutible. Pero no hay un modelo unívoco de conducción de la economía, sino una gama de modelos que van desde el neoliberalismo, que barre con bulldozer y manguera los derechos sociales y la independencia económica del país para acrecentar las ganancias de los empresarios, hasta el intervencionismo del Estado de Bienestar para el que la fuerza de trabajo y su aporte a la creación de la riqueza, o valor agregado, es el bien fundamental de la sociedad.
Ninguna encuesta se ha basado en la pregunta al entrevistado de si se está o no de acuerdo con que la Primera Dama gobierne o cogobierne nuestro país con el Presidente de la República. Los resultados serían por demás elocuentes.
En 1804, Napoleón Bonaparte hizo secuestrar al duque de Enghien, pariente de Luis XVI, que vivía refugiado en Alemania desde donde conspiraba, y ordenó su ejecución. Preguntado Joseph Fouché, el camaleónico ministro de gobierno y jefe de la policía, sobre este hecho, respondió: “Es más que un crimen, sire, es un error político”.
¿Hay aún tiempo para conjurar errores políticos como el señalado?
En la práctica, sí, aunque sólo faltan dos años para las próximas elecciones, un tiempo breve en el que se juega la sobrevivencia del Partido Nacionalista.
Una lógica elemental se tiende, como un milagroso puente, en el avance de Ollanta Humala hacia el abismo: si el Gobierno ya le ha concedido al capitalismo más de lo que necesita y merece, en adelante tendría que darle a los trabajadores algo, por lo menos, de lo que el candidato Ollanta Humala prometió darles en la campaña de 2011, por lo que ellos le brindaron su confianza,
entregándole el 31.5% de la votación. Y, aunque le fuera doloroso, tendría que hablar con su esposa para se limite a las labores filantrópicas asignadas a la Primera Dama, salvo que ella prefiera hacer otra cosa, por supuesto, fuera del Gobierno.
(26/2/2014)