Hace ya casi 30 años, Gabriel García Márquez habló en una entrevista sobre la muerte. “Es como si, de pronto, se apagara la luz”, dijo. Y agregó que no tenía miedo a morir, pero le parecía lamentable que, siendo “la experiencia más importante de la vida, sobre ella no podré escribir una novela”. Ahora, cuando acaba de apagarse la luz en la existencia del colombiano más notable de todos los tiempos, hay que agradecer de nuevo todo lo que él dio al país, a América Latina y a la literatura universal.
Mucho antes, frente a un público lector que aún no lo conocía, el escritor habría de recordar quién era y de expresarlo en estilo cervantino. “Yo, señor, me llamo Gabriel García Márquez. Lo siento: a mí tampoco me gusta este nombre, porque es una sarta de lugares comunes que nunca he logrado identificar conmigo. Nací en Aracataca (Colombia), hace casi cuarenta años y todavía no me arrepiento. Mi signo es Piscis y mi mujer es Mercedes. Esas son las dos cosas más importantes que han ocurrido en la vida, porque gracias a ellas, al menos hasta ahora, he podido sobrevivir escribiendo”.
Pese a su inclinación por augurios y cábalas, en ese momento no podía adivinar Gabo –apodo que le gustaba más que su nombre– todas las cosas importantes que aún estaban por ocurrirle. Desde la publicación en 1967 de Cien años de soledad, considerada heredera del Quijote, hasta la obtención del Premio Nobel de Literatura en 1982. Antes, en medio y después de estas fechas llevó una vida apasionante que él relató parcialmente en Vivir para contarla (2002), donde cuenta las andanzas de un niño triste educado por sus abuelos, que se educó en un internado de Zipaquirá, fue vendedor trashumante de enciclopedias, desarrolló una incancelable carrera de periodista, deambuló más tarde por Europa, se estableció en México, regresó a Colombia y salió al exilio por razones políticas, recibió medallas y títulos honoris causa, fue amigo de poderosos políticos internacionales, cantó vallenatos y bailó boleros en reuniones íntimas, concedió centenares de entrevistas, impartió lecciones de periodismo y narrativa, soñó con grandes películas, publicó más de cuarenta títulos y vendió millones de libros. En la década de 1990 emprendió otros proyectos periodísticos de envergadura, como el noticiero QAP y la revista Cambio, incluida, posteriormente, su edición mexicana. También “conspiró” reiteradamente a favor de la paz, recibió críticas de sus enemigos políticos, luchó durante años contra el cáncer y fue condecorado por gobiernos y venerado para siempre.
De todas las facetas de Gabo se ocuparán los medios de comunicación en estos días. Unos recordarán la vida de quien se definió como “uno de los 16 hijos del telegrafista de Aracataca” y otros escudriñarán sus relaciones con Fidel Castro, quien ya confesó que eran sobre todo literarias y se convirtió, por influencia de GGM, en voraz lector de best sellers. Las agencias de prensa repetirán que un grupo de intelectuales escogió en el 2007 las 20 mejores novelas de todos los tiempos, y Cien años de soledad era una de ellas; en las cátedras de literatura se multiplicarán los alumnos interesados en presentar una tesis sobre la obra garciamarquiana, como ya lo han hecho centenares de graduandos alrededor del mundo.
En este espacio queremos destacar, al margen de los anteriores puntos, lo que significó García Márquez para Colombia y América Latina. Aunque siempre rehusó vestir la demagógica camiseta del patriotismo fácil, no hay connacional que haya divulgado más extensamente el nombre de Colombia que él. Para empezar, creó un mundo literario que supera la literatura y se transmuta a la realidad tanto como esta sirvió de inspiración a aquella en su pluma. “No hay una sola línea de mis libros que no corresponda a una experiencia de la realidad”, señaló en 1977. Macondo, pues, ya no es un país imaginario cuyos linderos se estrechan en las páginas de un libro, sino la expresión de una cultura, una geografía y una idiosincrasia que ha originado nuevas obras –cuentos, novelas, telenovelas–, que incorpora como elemento de identidad el humor (“mamagallismo es entrarles a las cosas más fastidiosas como si no las estuviéramos tomando en serio, por miedo a la solemnidad”) y que solo puede explicarse por la mezcla racial colombiana.
Fruto de la interpretación y validación poética de la realidad es la nueva dimensión que adquirieron la región caribe y sus habitantes en el mapa sociosicológico nacional. Conviene recordar que Gabo fue parte de un gran impulso cultural que surgió a orillas del Caribe.
Él recuperó, además, el sereno orgullo nacional. Cuando nuestro país era sinónimo de narcotráfico, él aportó con su Nobel una refrescante bocanada de prestigio. Y al coronar lo que parecía una utopía, mostró a otras figuras nacionales que era posible alcanzar lo más alto, como lo han hecho, en su campo y a su medida, Fernando Botero, Shakira, Carlos Vives, Rodolfo Llinás, Falcao García, César Rincón y algunos cuantos más.
Por otra parte, García Márquez supo reconocer que “el torrente incontenible de la cultura popular es el padre y la madre de todas las artes”. Esta declaración recoge un trascendental vuelco que se ha dado en América Latina, que durante años buscó sus fuentes culturales en Grecia, en el Siglo de Oro, en Francia, en las comunidades precolombinas y acabó reconociéndolas en las expresiones más sencillas y genuinas de nuestros pueblos.
Muere García Márquez sin ver a Colombia en paz, una de sus obsesiones que, a lo mejor, habría podido satisfacer dentro de algunos meses. Pero, como dijo el coronel Aureliano Buendía, “uno no se muere cuando debe, sino cuando puede”.