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REDES SOCIALES
Sábado 17 de mayo 2014

[España] Machismo y mediocridad

"Derrotado en el debate, Cañete se defiende con un exabrupto impropio de un político de este siglo", señala el diario español El País en su artículo editorial.
[España] Machismo y mediocridad
Foto: Captura TV

Tras la deficiente intervención de Miguel Arias Cañete en el cara a cara electoral con la socialista Elena Valenciano, el cabeza de lista del PP a las elecciones europeas remató la faena con un error garrafal, que desvía aún más el objetivo de hacer conscientes a los ciudadanos de las encrucijadas en juego en Europa. Una de dos: o Arias Cañete es un machista convencido, en cuyo caso nada tiene que hacer en el tablero de la política europea del siglo XXI; o, sin serlo, ha caído en la torpeza de explicar su papelón en el debate a dos como si hubiera renunciado a su “superioridad intelectual” para no acorralar a una mujer, por el solo hecho de serlo.

Comentarios de ese estilo habrían resultado polémicos en cualquier circunstancia; pero en plena campaña, lejos de debilitar a la candidata socialista, abren un agujero de confianza entre el PP y el electorado, sobre todo el femenino, ya suficientemente confuso o indignado por la iniciativa de reforma de la ley del aborto. Tanto si el equipo de campaña del PP está muy desorientado como si el candidato no le hace el menor caso, la consecuencia es que la campaña popular derrota hacia rumbos incógnitos.

No se discuten ahora las cualidades ni la gestión gubernamental de Arias Cañete, ni su amplia experiencia adquirida en diversas negociaciones con las instituciones europeas. Pero ha cometido un fallo enorme y no le queda más salida que excusarse clara y rápidamente, si quiere continuar en la campaña. De nada le vale citar a mujeres del PP como referentes —olvidándose, de paso, de la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría— para orillar una inexcusable petición de perdón.

Miedo al adversario

La torpeza de Cañete fue el estrambote de un debate con Elena Valenciano dominado por el miedo de ambas partes a las maniobras del otro. Arias Cañete intentó ser pugnaz en la denuncia de la herencia recibida de los Gobiernos de Zapatero, y Valenciano hizo lo propio respecto de la gestión de Rajoy. La candidata socialista se mostró más segura y practicó una comunicación política mejor que la del popular, al que las cámaras sorprendían con la mirada baja entre los papeles de los que intentaba extraer argumentos para el ataque o la réplica, y lanzándolos a borbotones una vez impuesto.

Los dos cayeron en la tentación de utilizar el debate para personalizar el ajuste de cuentas entre sus partidos. Los ciudadanos quieren saber adónde va Europa, ese proyecto del que los políticos predican que será cada vez más importante en sus vidas; pero los candidatos consumieron el tiempo haciendo responsable al otro de la gestión de sus Gobiernos en el pasado o de lo que trajinan en el presente. Mucha discusión sobre si el rescate del sector financiero en España ha sido un verdadero rescate o no.

Tanto arreglo de cuentas sobre el paro dejó a los espectadores (no muy numerosos: 1,8 millones en La 1, el 9,5% de cuota de pantalla) ayunos de ideas o propuestas para atajarlo, más allá de pedir dinero europeo para empleo juvenil.

Ni en ese ni en ningún otro terreno aparecieron propuestas que ayuden a los españoles a entender por qué deben movilizarse en las urnas el próximo día 25, obsesionados como estaban los candidatos no tanto en ganar credibilidad, como en no perderla entre sus propios votantes. Era innecesario tanto énfasis en disipar la impresión de que dicen cosas demasiado similares o que están más de acuerdo de lo que parece, como les imputan otros partidos, contumaces en la denuncia del bipartidismo como la explicación de los males del presente. En todo caso, los ausentes del debate del jueves tendrán su oportunidad, el próximo lunes, en un debate más plural.

Contraste con Bruselas

La obsesión por la política interna no fue óbice para excluir del cara a cara la corrupción—apenas una mención de Valenciano a la afición de los populares por viajar a Suiza— y la cuestión de Cataluña. Todo lo contrario del debate celebrado poco antes en la sede de la Eurocámara de Bruselas entre los candidatos de cinco familias políticas europeas a la presidencia de la Comisión. Era la primera vez que se llevaba a cabo un encuentro como este entre cinco candidatos, porque también es la primera vez que cinco familias políticas se han puesto de acuerdo para designar a un aspirante a la presidencia de la Comisión Europea. Tanto la iniciativa como el debate en sí —celebrado con público al que se permitía aplaudir cada intervención y retransmitido por decenas de emisoras— sin duda contribuyen un poco más a crear un espacio público europeo.

Aunque superficial (muchas preguntas y respuestas de menos de un minuto por participante), el debate permitió hacerse una idea mucho más concreta de los asuntos transfronterizos: rescate de bancos, política respecto a Ucrania, inmigración, laicismo, corrupción; y sobre todo, del balance de las políticas de austeridad en el sur de Europa, con la propuesta del griego Tsipras para que se condone una parte de las deudas públicas de los Estados en peor situación. Muy determinado también el socialdemócrata Schulz contra la evasión y el fraude fiscal.

Sobre Escocia y Cataluña, hay acuerdo para que la UE no se inmiscuya, pero con matices: el conservador Jean-Claude Juncker y el socialdemócrata Martin Schulz sostienen que deben respetarse las Constituciones nacionales, mientras el liberal (flamenco) Guy Verhofstadt se remite a lo que decidan España “y los catalanes”. La ecologista Ska Keller defiende que la UE acoja a los pueblos que se independicen, mientras Alexis Tsipras, de la izquierda radical, se muestra contrario a los nacionalismos y a la modificación de fronteras.

Todo ello permitió observar una Europa que está en marcha. No es lo mismo que encerrarse en la mediocridad de los reproches mutuos y la elusión de asuntos candentes observada en el debate español. Es absurdo sostener que Europa es importante sin molestarse en demostrarlo.

 

 

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