Debo hallarme quizás entre los escasos ciudadanos que no aplica una vara de medición positiva o negativa a los discursos presidenciales de fiestas patrias. Es más, me resulta deleznable ese ejercicio casi colegial de quienes los comentan a posteriori con devoción y en estado de trance (cuando son oficialistas) o lo desmenuzan y trozan como a un pollo del mercado central (cuando pertenecen a los segmentos opositores). Nada esclarecemos escuchando a unos u otros. Por el contrario, satisfechos e insatisfechos aportan grandes cuotas a nuestra confusión.
Que yo sepa, no existe un standard universal del mensaje perfecto para los presidentes que están obligados a rendir cuentas de sus acciones públicas y anunciar otras nuevas. Ni siquiera el dos veces mandatario Alan García, en su libro motivador “Pida la palabra” (donde reproduce los mejores discursos de la historia) consigna alguno suyo o de sus colegas nacionales o extranjeros pronunciados en esa circunstancia. Las alocuciones que los presidentes de los Estados Unidos deben dar cada 20 de enero ante las cámaras en el Capitolio, suelen ser entusiastas como en todas partes pero carentes de una significación que trascienda la coyuntura. Allá también son objeto de aplausos y pifias.
Bajo esta premisa de voluntario distanciamiento a juzgar como bueno o malo aquello que dijo Ollanta Humala el pasado 28 de julio, me inclino más bien hacia el rescate del contexto en el cual fluyeron sus palabras. Y por eso me ratifico en lo que sostuve en esta misma columna de EXPRESO un día antes de esa fecha, afirmando que tal sería en puridad el último discurso de nuestro presidente nacionalista con algún efecto de gobernabilidad.
Y lo digo porque los plazos para tanto paraíso prometido se vencieron. Ya no hay tiempo ni forma de recobrarlos. Con el proceso electoral regional y municipal en marcha, y el general del 2016 en ciernes, lo que se ha puesto como bola al centro de escenario nativo es la política en su acepción más prosaica y por lo mismo, entendible.
Efectivamente, es el debate político el que subordinará todo empeño técnico por enmendar las indecisiones primarias del régimen humalista. No se evaluará emprendimientos sino resultados. Por eso, la estrella del ministro Piero Ghezzi y su muy académico como mítico (para algunos, quimérico) Plan Nacional de Reactivación Productiva, se apagará pronto. No habrá ya asidero en los visionarios del gobierno sino en los ofertantes de la orilla opositora.
Si hasta la pareja de la casa de Pizarro pretende jugar con la hora política que vivimos, colocando por primera vez al frente del Consejo de Ministros a una operadora fiel y constante, y jugándosela hasta el desgaste de las conexiones telefónicas por otra militante palaciega en la presidencia del Congreso. Que ese juego pueda acarrearles ciertas ventajas, todavía soporta el pronóstico reservado.
No nos engañemos: a gusto o disgusto, ya vivimos un momento político. Se prolongará como el otoño de Joaquín Sabina, que dura lo que tarda en llegar el invierno. Esa es nuestra realidad.