Francisco Váldes Ugalde, autor de estas líneas
El ciudadano ideal sólo existe en la imaginación de los filósofos. Es en las crisis cuando más urge su presencia y se pone de relieve su eclipse. El desplome de sistemas políticos sirve de ejemplo. Venezuela y Ecuador iniciaron sus procesos neoconstitucionales a partir del resquebrajamiento de la élite gobernante y sus partidos. La primavera árabe, que alentó tantas expectativas, desembocó en un crudo conflicto por imponer la versión totalitaria del Islam. Rusia, luego de la caída soviética, estableció la democracia electoral en la que se ha montado una camarilla que se alterna en el poder como en las sillas musicales. En países de Centroamérica y del Caribe el reemplazo de dictaduras a cedido el paso a “democracias” dominadas por déspotas y cleptócratas.
En cambio, otros países como India, Costa Rica, Uruguay, Chile han dado cabida al sistema democrático en conjunción más virtuosa con el cambio social. Esto no quiere decir que el conflicto haya sido suprimido. Por el contrario, el conflicto es un motor de la vida social; la diferencia está en que los sistemas políticos lo encaucen por medios deliberativos e inclusivos cuya característica principal es que las mayorías no suprimen a las minorías, ni se recurre a la violencia para dirimir las diferencias.
No hay democracia ni dictadura perfectas. Todos los sistemas son falibles, son instituciones humanas. Pedir que la democracia o la política resuelvan todos los problemas es autoengaño. La democracia es frágil si no cae en tierra firme y ésta consiste de un puñado de “virtudes” que no siempre se dan. Entre ellas están las que conforman al ciudadano. El ciudadano y el político son el eslabón que vincula sociedad y Estado, y de ellos depende la calidad de ambos. A fin de cuentas el político es también un ciudadano y, a su modo, el ciudadano es ineluctablemente un político. Sin ellos no hay reglas que funcionen bien. Se puede tener una Constitución maravillosa, unas leyes de muy alta calidad, pero si faltan el vínculo organizacional y el toque personal, todo el conjunto falla. De su parte, si el ciudadano medio no asume responsabilidades con arreglo a valores cívicos, cuya sumatoria daría por resultado una sociedad cohesionada y activa, el edificio de la política se desvía fácilmente y puede desplomarse en el vacío provocado por su ausencia.
Nosotros no tenemos ni Constitución ni leyes maravillosas; son una contrahechura. La acción de los partidos habita en la zona gris de intereses espurios y acción pública. El vínculo entre político y ciudadano se ha extraviado, su expresión es el desprestigio de la política. El ciudadano es reservado, desconfía de la vida pública, y cuando se expresa lo hace reclamando, casi nunca proponiendo. Y, en los peores casos, rechaza de golpe todo lo existente sin pálida idea de hacia dónde y cómo habría que ir.
No contamos, pues, ni con ciudadanos, ni con políticos, ni reglas idóneas. Pero los que tenemos pueden ser mejorados. Recientemente, el INE y la SEP acordaron poner en marcha programas de educación cívica. Sin duda han puesto el dedo en una llaga. Habría que dar pasos concretos para señalar los objetivos. Debe incluirse a políticos mismos y a ciudadanos. Y no estaría mal que se ofreciesen cursos VIP para nuestras oligarquías, a ver si algún solvente les remueve el patrimonialismo, el clasismo y el racismo que practican inercialmente.
La democracia no sobrevive por si sola. Depende del eslabón ciudadanía-política. La “vida buena” que debe propiciar no emana de la tribuna parlamentaria ni del estrado de la magistratura, sino de ese eslabón perdido.
Director de Flacso en México.
@pacovaldesu
(*) Publicado en el portal del diario mexicano El Universal (9 de noviembre de 2014)