En una entrevista, un hombre con trayectoria profesional, política y educativa como el ingeniero Juan Incháustegui se refería a quienes desprecian y eluden los compromisos políticos. Decía, jugando libremente con una frase de Arnold Toynbee: "El castigo de los capaces que no quieren gobernar, es ser gobernados por los incapaces". Lo decía en el marco del proceso electoral que adviene al año siguiente.
Varios asuntos me llevan a valorar esta intervención. Entre ellas las recientes declaraciones del señor Julio Velarde, presidente del BCR, quien destaca –como algo muy necesario para el país- la apreciación positiva que hoy recibe el rol del empresario en nuestra sociedad. Dice Velarde: “Si uno mira que hace pocos años el joven quería meterse más en la política, ahora ve que muchos de ellos están pensando cómo ser empresarios, cómo hacer dinero, cómo hacer empresa.”
Ése es el punto de inflexión. Plantear una especie de dicotomía entre el compromiso social (que no otra cosa es la política) y la actividad empresarial (condenada a una práctica de absoluto beneficio propio) conduce a la vieja fractura entre lo público y lo privado, como una disyuntiva insoluble.
Ambas son expresiones no sólo legítimas sino deseables del ejercicio ciudadano. El desarrollo de la sociedad peruana (crecimiento económico, realización humana y bienestar social) se garantizará en el trabajo coordinado de ambos, sin los cuales la consolidación del Estado resulta imperfecta y a veces parece imposible.
Es optimista Julio Velarde presagiando el futuro del país, aunque no estemos vacunados contra los malos presidentes, según sus palabras. Ojalá ese optimismo se concrete escogiendo a los capaces que sepan gobernar, porque los malos presidentes no se eligen a sí mismos.