La función central de la educación no es enseñar sino aprender, con lo que el eje educativo está centrado en el estudiante. A tal cometido concurre el docente en una tarea facilitadora, estimuladora, abandonando el “magister dixit” de otros tiempos.
Sin embargo la tarea educativa no es exclusividad de la escuela –perdonen la insistencia-. Nadie podrá hacer mejor que la familia lo que en materia de valores, hábitos y comportamientos ella pueda lograr. Pero, en ausencia o fractura de ésta, de tal tarea podría encargarse alguien que no tiene necesariamente formación pedagógica: la calle.
Tal vez lo más delicado es que este inesperado actor educativo ha ido alcanzando niveles sorprendentes de ubicuidad y potencia. La calle no es sólo la influencia cercana del barrio o el vecindario en cualquiera de sus formas, que ya fuera suficiente. Ahora lo es también un conjunto de sucesos cotidianos, vividos o informados, riesgosos y acechantes, escandalosos o banales.
Mucho me temo que en razón de ello la escuela se encuentre amenazada por la ineficacia o la desorientación. Aún si la medida de su éxito estuviera probada por la capacidad de formar jóvenes aptos para alcanzar la profesionalización, lo que más preocupa no es cuánto saben o hacen nuestros jóvenes, sino el sentido de ese saber o hacer.
Sin minimizar la responsabilidad que se tenga en la formación de nuestros niños y jóvenes, las escuelas y sus profesores no viven en islas impenetrables. Al cruzar la puerta está la calle y pareciera que los vientos de afuera soplan hacia adentro más fuerte que a la inversa.