La “necesidad de pertenencia”, que con total naturalidad disfrutamos los seres humanos, se abre en dimensiones espaciales y organizacionales. Del hogar hacia afuera: ya sea desde el barrio hasta el país y más allá; ya sea desde la familia hasta la confesión religiosa, si fuera el caso. En esa ruta expansiva, los seres humanos pertenecemos a muchas entidades a las que ingresamos y que, en reciprocidad adecuada, pasa a pertenecernos.
Esto es no sólo necesario sino saludable. La regulación de esta potencial membrecía es un atributo personal y legítimo también. Somos libres de pertenecer a lo que queramos (y podamos, por cierto), facultad ésta que se ha incrementado de modo inimaginable con las poderosas redes sociales.
Una de las “pertenencias” sociales más necesarias (a mi juicio) es la política. No podré fundamentar ahora mi convicción porque lo que me ocupa es la curiosa preocupación que tienen algunos medios periodísticos para relacionar las faltas y los delitos sociales de algunas personas con su militancia partidaria. Pero especialmente de una determinada. Hay una especie de obsesión destinada “a probar” que los militantes de tal partido son proclives a la trasgresión social.
Me pregunto: ¿tendrá que ver la posición ideológica o simpatía política con una voluntad orientada a la agresión, imprudencia, atropello, robo, estafa, abuso? ¿No será hora de averiguar de qué equipo son hinchas los que cometen un disparate o un delito? Más aún: ¿qué religión profesan?
Cuidémonos de estas novísimas formas de calificar las libres pertenencias a que tenemos derecho.
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