Hemos escuchado muchas veces, especialmente en días recientes, que a los peruanos nos importan poco los planes de gobierno a la hora de votar. Además hay un porcentaje alto que decide su voto en la cola, casi frente al ánfora.
Aun cuando esto fuera verdad, puede ser aún más deplorable que -en ejercicio de un ultra pragmatismo- varios contendores presidenciales al 2016 estén optando por “ocultar” sus propuestas, convencidos tanto de su poca utilidad como de su alto riesgo. En algunos casos se está jugando a eso no sólo apoyándose en la “baja calidad” de una población que vota sin discernir, sino porque la gente cree que quien sea elegido tampoco cumplirá con sus propios planes de gobierno. Una parodia completa.
Empero, más allá de comprender que un plan de gobierno no es otra cosa que una “hoja de ruta” [nombre proveniente del automovilismo] y que por tanto es una pauta sustentada en la realidad pero no de aplicación inexorable [no se puede prever que en plena carrera caiga un huaico o se cruce un burro en el camino], la señal cualitativa de nuestro ascenso como sociedad debiera encontrarse en la existencia de estos instrumentos y en el análisis sustantivo de lo que allí se exponga. Claro que –entrenados como estamos- resulta mejor negocio acrecentar las fallas o descuidos ajenos que exponerse mostrando lo propio.
Si los planes de gobierno sirven de poco o nada ¿por qué los exige el Jurado Nacional de Elecciones? Será porque es una prueba de institucionalidad y no porque el papel aguanta todo. Vaya, ¡largo es el camino entre lo que es y lo que debiera ser!
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