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Jueves 17 de diciembre 2015

Besando la esperanza

Por: Rolando Lucio
Besando la esperanza
Foto: Difusión

 

“Cada criatura, al nacer, nos trae el mensaje de que Dios todavía no pierde la esperanza en los hombres”. Rabindranath Tagore.

Andrea nació anhelando ser libre, un día de invierno de hace seis años, en Patococha, Huaraz; no recuerda desde cuando trabaja, allí en ese control donde se detienen las ilusiones y se pone en marcha la esperanza de esta hermosa niña, cuando ofrece sus habas, cacahuetes o bebidas, ella, lo hace con una sonrisa, con ese frescor propio de su infancia, como riéndose de la vida, como entregando la otra mejilla, si, aquella encendida mejilla que viste de sonrosado atavío su precoz actividad comercial.

Yo la conocí hace dos días, cuando la camioneta que me conducía por las alturas de la sierra, se detuvo para hacer el pago correspondiente de un peaje por unos autopistas que no existían, la infante se acercó, masticando su fortuna y previendo su dicha, obsequió un bello gesto, ofreció su mercancía, “lleva habitas, amiguito”, el diminutivo me hizo carcajear, entonces bajé del vehículo, abracé su humildad, ella sintió protección del clima y de las circunstancias, comentó que ese es su puesto de trabajo, que así ayuda en casa, admiré su ilusión, le alcancé algunos frutos de mi trabajo, -en forma de billetes-, ella se asombró y me conminó a probar sus "habitas".

Entonces mi mente viajó rauda hasta unos años atrás, también tenía seis años, los mismos que ella, iba voceando mi mercancía en el estadio, mientras los espectadores vivaban los goles, yo trataba de marcar mis primeros aciertos personales, así fui transitando por aquel derrotero que no tenía fin, por eso comprendí a Andrea, por eso detuve mis anhelos y renové mi compromiso en ese lugar que está mas cerca del cielo que de la misma tierra, reafirmé mi fe, que esa criatura en breve tendría mas abrigo y quizás mas amparo, allí juré a mi mismo, que las cruzadas deben ser eternas cuando se trabaja en favor de los críos que son obligados a convertirse en adultos antes de ser niños.

Andrea comentó que es muy feliz trabajando, ciertamente, también entendí su apotegma, sucedió en el transcurso de una charla breve que desconoció la senescencia; ocultando mis emociones, pregunté que deseaba por navidad, me sorprendió su sentencia, “regálame lo que quieras amiguito, pero no me regales un reloj”, inquirí las razones de esa negativa, “porque para mí nunca pasa el tiempo”, expresó resuelta, para agregar con proverbial sabiduría, “para mí, todos los días y todas las horas son iguales”. Dejó traslucir su resplandor.

De inmediato mis lágrimas viajaron y no se detuvieron al compás de los fuertes vientos, la miré, ella me miró, “¿porque lloras amiguito?, no llores por favor”, juro que hice esfuerzos por mostrar alegría, pero mi felicidad se había extraviado, en alguna quebrada de esa serranía de contrastes, entonces, antes de descender de esas latitudes me prometí que seguiría conjugando el verbo compartir, por niños como Andrea, para que transiten en las algazaras que la vida nos brinda, para que esos pequeños puedan besar al mismo tiempo el júbilo y el contento.

Pero antes, nos abrazamos y nos despedimos (prometiendo vernos pronto), el crepúsculo nos halló juntos, besando la esperanza.

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