Con bastante razón se ha demandado que la política debe ofrecer resultados. Aún más, ha ido triunfando la convicción de que lo importante es lo que consigues y lo que funciona. En consecuencia, casi todo debe ser tangible y mensurable.
Seguro que durante mucho tiempo prevaleció la idea de que la política era básicamente proponer, prometer, hablar bonito. Y los logros concretos podrían llegar casi por generación espontánea. Como es natural, esta equivocada creencia acerca de la política tenía que terminar mal.
Deduzco que la necesidad de captar votos ha generado en la actual campaña el culto a un pragmatismo bastante elemental, para decirlo con benevolencia. Tras algunas ofertas casi obvias, se abandonan convicciones (si eso habían sido), se incurre en contradicciones (sin rubor), se traen neoadherentes prestigiosos hasta ayer inimaginables (o se los contrata), se exhiben abrazos no sólo con personajes de dudosa sino comprobada mala reputación (apoyo sin condiciones, alegan). Es decir…
Creo que es aún más grave haber despojado a la política –y por consiguiente a esta campaña- de toda ilusión: no hay un ideal del qué enamorarse. Nadie nos habla del país que podemos construir y de los caminos que debemos recorrer para lograrlo. No bastaría saber lo que se debe hacer, sino por qué y para qué debiéramos hacerlo. No hay siquiera una media docena de metas por alcanzar cuando lleguemos al Bicentenario.
Cuando necesitamos alguien que, cual Moisés, abra las aguas para que pase nuestro pueblo, debemos contentarnos con quienes -con las justas- nos dicen cómo hay que nadar.