Cuando un país como el nuestro tiene la falta de institucionalidad como una de sus mayores debilidades y reclama superar esta situación, resulta contraproducente la fragilidad ínsita de las agrupaciones políticas, así como el casi desprecio con que se valora la “cosa pública”. Hemos ido llegando a una elaboración conceptual absurda según la cual “estoy en la política gracias a que no soy político”.
Es posible que la mayor responsabilidad de la situación difícil que vivimos sea de los propios partidos. Pero es igualmente cierto que ha habido poderosas contribuciones a su desprestigio, como la tesis del “no partido” en el gobierno de Velasco Alvarado y los rótulos partidarios desechables de la década fujimorista.
Urge explorar experiencias democráticas que gesten institucionalidad política. Por ello, si bien todo ciudadano así como debe elegir también puede ser elegido, algo más debiera reclamársele porque, si para ir a las Olimpiadas se exigen mínimos que garanticen resultados estupendos y admirables, ¿por qué no exigirlos a quiénes deben dirigir el país? Tal vez todo fuera distinto si, para poder ser congresista, se considere obligatorio haber sido primero elegido siquiera como consejero regional o regidor provincial. Y para Presidente de la República, antes gobernador regional o congresista. Que haya carrera en la política y no políticos a la carrera.