He logrado ver el drama “Collacocha” en el Teatro La Plaza antes que termine su temporada de tres meses. He asistido con la angustiada ilusión de quien vio hace mucho un paisaje muy hermoso y teme verlo ahora desvaído y extenuado por el paso del tiempo. Felizmente no fue así aún desde la novedad de rostros, voces y elementos.
Cierto es que tanto su director (Rómulo Assereto) como su protagonista (Leonardo Torres Vilar) se han esforzado en explicar que, con todo lo que ha pasado en el país desde su estreno allá por 1956, esta vibrante obra teatral merecía ser propuesta y vista de otro modo. Es un derecho de ellos. Aquella convicción los ha llevado a incorporar diálogos y situaciones dramáticas que cuestionan la racionalidad (o irracionalidad) del personaje central de la obra -el viejo Echecopar constructor de túneles- y las radicales decisiones con las que enfrentó la amenaza geológica expresada en un huaico arrasador de su obra de ingeniería. Es decir, el Echecopar que nos presentó el autor, Enrique Solari Swayne.
No me atrae debatir si la obra gana o no con las incorporaciones reflexivas de un personaje recio y ciclópeo como Echecopar. Ése puede ser un debate especializado. Creo que, en general, la poderosa atracción que ejerce este personaje sobre sus trabajadores subordinados y su convicción de que él está ahí para derrotar a la naturaleza a cualquier precio, se mantienen firmes y así se proyectan hacia el público.
Es “Collacocha” la expresión más lograda del teatro épico peruano aún cuando, en mi modesto entender, éste ámbito de la dramaturgia nacional no haya acumulado muchas expresiones sobresalientes. Pese a todo eso, la obra de Solari ha instalado a Echecopar como un ícono necesario para un país tan lleno de retos por acometer. Por eso son ambos, obra y personaje, clásicos e inmortales.