Hay quienes aprendimos hace muchos años que había ideas que seguir, conductas que practicar y sueños que alcanzar. No nos enseñaron que ésas eran tareas individuales sino colectivas. También comprendimos que quien sabía más tenía el deber de enseñar y el que no sabía tenía el deber de aprender. Que para pedir primero había que dar; que todos éramos iguales en derechos pero distintos en capacidades y obligaciones; que la función central del hombre era producir y que tanto valía quien producía con su inteligencia como el que lo hacía con las manos; que la explotación del hombre era abyecta, tanto si provenía del Estado como de cualquier otro hombre; que la justicia social habría de llegar cuando todos tuviéramos un trabajo adecuado, producto de una educación democrática y proporcional a nuestras capacidades, para atender con libertad nuestras necesidades; que las tareas más duras, los dolores más intensos y las victorias más justas se podían superar y alcanzar si en la base de nuestra existencia existía la FRATERNIDAD.
Estos principios rectores para la vida de las personas –no todas seguramente- no han cambiado. Porque los grupos humanos y las sociedades son grandes cuando logran conquistas para todos y no beneficios individuales.
En estos días de certezas y desconfianzas, resulta indispensable volver a mirar aquello que le dio sentido a nuestras vidas.