Que los niños -mujeres y hombres- tienen derecho a una educación integral en un ambiente libre de violencia, que los prepare para ser ciudadanos plenos en una sociedad democrática, es una aspiración seguramente universal. Sin embargo no es fácil conseguirla.
Puede ser obvio pero siempre será necesario recordar que la entidad educadora por excelencia es la familia. Luego es la escuela la institución generadora de competencias académicas y cognitivas, pero también la afirmadora de valores socialmente deseables.
Si de la escuela se espera un rol complementario a la responsabilidad familiar, descalificar o dudar de su participación cuando se trata de un tema tan delicado como la sexualidad constituye por lo menos un contrasentido. De lo que se trata es de obtener una actitud respetuosa –por parte de profesores y estudiantes- frente a un asunto que se presta para la incomprensión, la burla, la ofensa o la agresión. Algunos indeseables desatinos o excesos –que la política de “igualdad de género” no fomenta- serían fácilmente identificados por las familias atentas y responsables.
En este marco resulta simplemente formidable lo señalado por la Ministra de Educación, Marilú Martens: “La homosexualidad no se enseña. Lo que sí se puede aprender es la homofobia, la violencia y el racismo.” Y por consiguiente la escuela puede ayudar a impedir que esto último ocurra.