La idea de que nada es permanente a excepción del cambio se atribuye –entre muchas otras- a Heráclito de Éfeso. Sin pretender por eso explicar la teoría de la relatividad de Einstein o la del espacio-tiempo histórico de Haya de la Torre, sí es posible abordar alguna reflexión en torno a algunos conceptos utilizados en estos días con frecuencia.
El de la disciplina es uno de ellos. Examinarlo significa revisar su definición, sus mecanismos y sus implicancias. En las entidades políticas –porque de ellas se trata y no del ámbito escolar o familiar- la disciplina apunta al respeto y cumplimiento de decisiones fundamentales para la organización y los objetivos supremos de ésta. Por eso emanan de las instancias que tienen la jerarquía necesaria para determinar qué se debe hacer y asumir sus consecuencias, dentro de un marco normativo de deberes y derechos universales. Estas consecuencias no pueden diluirse por el simple paso del tiempo, sino que deben ser evaluadas por instancias similares a las que tomaron las decisiones.
Si las condiciones antedichas no se cumplieran, la seriedad de los acuerdos y los conceptos se convierten –una vez más- en palabras vacías. Quienes ondean la “disciplina” para acallar disidencias legítimas (aunque fueran minoritarias) que no tienen espacio para expresarse o acogida porque perturban algún “establishment”, olvidan que renovarse es vivir.