Grover Pango, autor de estas líneas
Temo que a la hora de juzgar o evaluar la actuación de los personajes públicos –muy especialmente los políticos- la tan demandada imparcialidad resulte imposible. Son pocas las personas que elaboran sus propios criterios de evaluación con serenidad. En la acera del frente suele estar una mayoría que se forja con interpretaciones de lo que se ha oído y que otros dicen. Con ello se suscitan adhesiones o se destrozan honras.
Estos son tiempos de denuncias y descubrimientos, de desilusiones y furias. Vivimos divididos entre buenos y malos, justos y pecadores, patriotas y traidores. Dependiendo del cristal con que se mire, seguimos practicando el más clásico maniqueísmo.
No es fácil asumir una actitud ponderada en la apreciación de las figuras públicas, casi todas envueltas en un rol político. Ya sea un alcalde o un Presidente, podrá decirse de él que hizo tantas cosas buenas que con ellas se diluyen todos sus errores y aún delitos. A la inversa: hizo tantas cosas malas que es fácil olvidar aquellas buenas que también hizo.
Por eso es que, más que las personas, debieran importar las instituciones. Por eso también debiera entenderse que el acto democrático de elegir hace responsables a los que eligen, tanto o más que a los elegidos.
Si como país hemos elegido casi siempre a personas que luego nos defraudan, ¿habrá alguien que nos proponga convertirnos en un Protectorado?