Hoy, en marzo, vivimos una sensación inusual. No será fácil reproducirla en el futuro por muy buena memoria que se tenga, pues se trata de estados de ánimos que el tiempo modificará.
Guardo –a mi manera- algunos sucesos que envolvieron al país y que de diversas formas nos conmovieron. La tragedia de 1964 en el Estadio Nacional, vivida personalmente desde la tribuna sur. El terremoto con huaico devastador el 70 en Ranrahirca y Yungay. La ferocidad del cólera desde enero de 1991 con sus 2,909 víctimas (FAO) aquel año. Las casi dos décadas de violencia terrorista con saldo trágico para 69,280 personas (CVR).
Enfrentamos hoy, en plena globalización y sobrecarga informativa en tiempo real, la aterradora pandemia del corona-virus. Con ella se van evidenciado las facetas más nobles tanto como los desatinos y estupideces de las que somos capaces.
Se recordará por mucho tiempo este mensaje acuñado en Italia que resulta tan formidable como convincente: “A nuestros abuelos les pidieron que fueran a la guerra; a nosotros sólo nos piden que nos quedemos en casa”. O aquella expresión pronunciada por el primer ministro italiano Giuseppe Conte: “Mantengamos la distancia ahora para abrazarnos con más fuerza mañana”.
La otra cara es –en nuestro caso- la cancelación de trabajadores de una cadena de cines, argumentada luego como una infeliz coincidencia con el cierre obligatoria de las salas. Y un sinfín de insensateces que generan las mordaces sentencias en las redes como: “El sentido común no es un regalo; es más bien un castigo. Tienes que convivir con gente que no lo tiene”.