Grover Pango, autor de estas líneas
Un joven amigo le dijo al médico: no huelo nada, doctor. La respuesta fue: usted tiene anosmia y tal vez esté contaminado por el COVID-19. Y en efecto lo estaba. Yo no tenía conocimiento de esa palabra; tampoco se me había ocurrido que, así como se puede perder la capacidad de oír, se podía perder el olfato, temporal o definitivamente. Aún más: hay personas que han carecido de esa facultad toda su vida.
Averiguando más resulta que, en circunstancias normales por cierto, en el mundo hay un 5% de personas anósmicas según datos de la OMS. Y es más preocupante porque suele afectar a otro sentido que le es muy cercano: el gusto.
Es poco frecuente reparar en que no oler impide saber cuándo un alimento está en mal estado o la amenaza que esconde el olor a humo o a gas. Más profundo aún es no poder disfrutar de un delicioso aroma y así perder calidad de vida en las personas.
Escuché decir a una especialista: “la gente existe en la medida que tiene olor”. Vaya aserto tan simple como contundente. Los niños pequeños identifican a su madre por el olor y no se diga nada de muchos animales. En general, tanto la atracción como la repulsión pueden provenir de lo que el olfato identifica.
En estos tiempos de pandemia se estima que 6 de cada 10 personas tienen entre sus síntomas la anosmia. Pero la información es aún más preocupante pues no se tiene claro si los afectados recuperan completamente el olfato o si hay casos en que el deterioro puede mantenerse a largo plazo.
Así pues, aunque vivamos épocas que nos duelen y afectan tanto, es posible enriquecer nuestra sensibilidad frente a lo que posee –o puede perder- la naturaleza humana.