El año del Bicentenario debería iniciarse con el júbilo de una celebración singular, aunque se crucen discrepancias en torno al sentido de la libertad alcanzada y la reflexión sobre qué república hemos logrado construir.
Lo cierto es que ingresamos al nuevo año con el fardo pesado y doloroso de una crisis múltiple, verificable por donde se le mire y, lo que es peor, con una certeza que mejor fuese no tenerla: viviremos un estado permanente de incertidumbre.
En la agenda 2021 están las elecciones generales –aunque siempre hay sitio para la duda- y todo lo que ellas podrían acarrear cuando se tiene un número increíble de candidatos con un nivel muy pobre de idoneidad en la mayoría. La fatídica opción del “mal menor” ronda anunciando la victoria de las desconfianzas sobre las convicciones. Y en esas condiciones es imposible construir un futuro con rutas y objetivos en verdad compartidos.
No menos complicado es encarar el asunto educativo. Volverán a clases más de 10 millones de estudiantes que no pueden tratarse de la misma manera. Todo indica que podrán darse las tres formas de aprendizaje posibles: presencial, remoto y mixto. Por tanto los teóricos de la metodología deberán utilizar los dos primeros meses del año para preparar los programas alternativos recabando, por sobre todo, la opinión de los docentes. Son éstos quienes han llevado el peso mayor de la experiencia, las realidades y limitaciones de las marchas forzadas educativas vividas durante el tormentoso 2020.
Están también por enfrentar los desafíos de la sanidad pública, la economía y la generación de empleo. Y se tienen más dilemas que certezas.