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Sábado 28 de enero 2023

Daniel Parodi: "No somos un país"

"El problema del Perú no es que estemos en el partidor, el problema es que, por más que nos pongamos a buscar, no encontraremos un partidor, no a simple vista.", nos dice el historiador Daniel Parodi en este artículo publicado en el semanario "Hildebrandt en sus trece".
Daniel Parodi: 'No somos un país'
Foto: Difusión

"¿Tiene solución el Perú? Cómo yo lo veo, el Perú contemporáneo, en los últimos cincuenta años ha dejado paulatinamente de ser un país. El país oligárquico y terrateniente que fuimos no ha dado lugar a una organización distinta que lo reemplace, nos hemos convertido en un país invertebrado, en un país que solo existe en la imaginación"

Las últimas semanas y días, he leído artículos de los principales intelectuales del país; escriben muy bien. Una crisis como la que vivimos debe inspirar la búsqueda de soluciones, de alternativas. Lo que yo les traigo es una lectura que parte de la historia, pero que quiere quebrar el esquema de Jorge Basadre, o leerlo de otra manera, al revés, de cabeza. En estas líneas me propongo ser hereje, para ver si logro convencerlos, de una vez, de que no tenemos un país, ni una nación, tenemos sí un Estado fallido, lo que casi equivale a no tenerlo, funciona regular en Lima, mal en las ciudades del interior y no existe en las zonas rurales. Así que permítanme algunas herejías.

Cuando comenzó la República, después de la Independencia, tampoco tuvimos un país, tuvimos anarquía militar, y centrifuguismo. Grandes poderes regionales se encontraban en pie de guerra y una población, no ciudadana, se manejaba en términos serviles y corporativos. A mediados del siglo XIX, con la plata del guano, y con Ramón Castilla, apareció el Estado, débil, trucho, incapaz de controlar a los poderes regionales, pero allí estaba, como un actor importante en el gran ajedrez de intereses y de corrupción que se libró a su suerte en este territorio, que era casi el doble de lo que es hoy, una vez que expulsamos, o expulsaron unos ejércitos extranjeros, a los españoles.

Y desde aquí, desde Ramón Castilla, con el paso de las décadas, Guerra con Chile incluida, la que atisbó una nación por esto de tener un enemigo común desde el señor aristocrático hasta el paisano de mis alturas, y por ninguna otra causa adicional a esa, formamos un país funcional, esta es mi primera herejía. No hablo de un país justo, menos de una república liberal, hablo, siguiendo a Émile Durkheim, de estructuras socioeconómicas que generan alguna sinergia, alguna armonía entre sí. ¿Cuál es ese esquema funcional? Pues un Estado controlado por caudillos militares y sus redes clientelares, por una elite bien chic salida de la corrupción del boom guanero que se convierte en oligarquía y que hace de intermediaria del imperialismo, para quedarse con sus migajas, como gustaban decir Haya y Mariátegui. Junto a ella, situamos a la medieval bisagra del poder terrateniente, eficaz mecanismo de control social del mundo andino, al que como hoy, e igual que tras la derrota de Túpac Amaru, se le teme y percibe como un grupo étnico visto como enemigo mortal del que hay que cuidarse y mucho, inclusive en el siglo XXI ¿Por qué creen que traicionaron a Andrés Cáceres durante la Guerra del Pacífico? ¿siguen pensando que Miguel Iglesias se “inmoló en aras de la paz” como dice el maestro Basadre? Lo que pasa es que Cáceres movilizó a los campesinos y, en tales circunstancias, mejores eran los chilenos.

Y con este esquema, terriblemente injusto, tuvimos un país que funcionó por décadas con algunos pequeños cambios. Uno de ellos fue la República Aristocrática (1895-1919), cuando Piérola le arrebató el poder a Cáceres y la casta militar, lo que le permitió a la aristocracia civil copar también el Estado. De allí que el esquema no solo se mantuviese sino que se tornase aún más funcional. Claro, los gamonales, parientes serranos de los oligárquicas limeños, tenían asientos en el Congreso y así se perennizaba el control social sobre la muchedumbre campesina que relata dramáticamente José María Arguedas en Yawar Fiesta.

Pero el siglo XX trajo un grito de modernidad impostergable, junto a la radio, la luz artificial con su débil proyección, el nosocomio donde una vida se extingue tras lenta agonía, pitos de usinas, obreros con la cara ennegrecida por la jornada diaria, fábricas textiles como Vitarte y Rímac, y claro, sindicatos y harto anarquismo; y la voz de González Prada. Por fin una voz que denunciaba el país funcional pero pérfidamente injusto que éramos y cuya funcionalidad comenzaban a jaquear los obreros y obreras con sus huelgas y jornadas de lucha.

Sin embargo, como dijo el recordado Pedro Planas, en La República Autocrática, la década de 1920 debió consolidar la transición del Perú hacia la modernidad política. Finalmente, la república Aristocrática había aportado el esquema general: teníamos Constitución, bicameralidad, cronogramas electorales, respeto a la ley. Se trataba de dar acceso a las masas al sistema, de ensancharlo. Pero entonces Leguía trajo la dictadura como modelo alternativo y cuando apareció el APRA, con olor a insurgencia y el joven Haya a la cabeza, la oligarquía se asustó tanto que se refugió bajó las faldas del ejército y entonces tampoco en el siglo XX tuvimos modernidad política.

He señalado varias veces, que el corto siglo XX peruano, como habla Eric Hobsbawm, comenzó con Leguía en 1919, que la República Aristocrática, aunque penetra en la vigésima centuria, es, en realidad, una cuña decimonónica. Leguía trajo el siglo XX, trajo la modernización pero sin modernidad, trajo a la dictadura como nueva forma de gobierno, calcada y superada en sus métodos represivos, de allí en adelante, por Luis Sánchez Cerro, Oscar R. Benavides, Manuel Prado, Manuel “Apolinario” Odría y Alberto Fujimori.

El siglo XX le trajo al país tres proyectos políticos, de la suerte de estos se explica que hoy no seamos un país, ni una nación y que no hallamos encontrado la dichosa modernidad. El primero es el APRA, democrática y populista a la vez. De alcanzar Haya de la Torre el poder, hubiésemos tenido una suerte de Perón peruano, aunque mucho más culto y con mucho más contenido democrático, pero con similar vocación de copamiento institucional, no por nada tantos años de clandestinidad hicieron al suyo un partido básicamente redial, sino que se lo pregunten a José Luis Bustamante y Rivero. De todos modos, con el APRA gobernando el país dos o tres veces durante el siglo XX, en tiempos de Víctor Raúl, se abren las ventanas de diversas ucronías como la de Alfredo Barnechea quien, en su República Embrujada, fantasea con la alternancia en el poder entre el APRA y AP, para crear así la cultura democrática de la que hasta hoy carecemos. Pero no sucedió.

El segundo proyecto político del siglo XX es el Gobierno Revolucionario de la Fuerza Armada ¿fue modernizador? Difícil decirlo, posee el mérito de la originalidad, Juan Velasco Alvarado prácticamente quiso inventar un sistema nuevo, con toques de corporativismo, participación privada y atisbos de aprismo auroral. Como señala Hugo Neira, la reforma agraria, le devolvió la condición de hombres y de mujeres a millones de campesinos sometidos a servidumbre, en todo lo demás, la revolución fracasó estrepitosamente.

La asamblea constituyente de 1978-1979, con el solo defecto de estar conformada casi exclusivamente por varones, tuvo la rara virtud de mostrarnos una clase política con harta calidad, al lado de Haya estaban Luis Alberto Sánchez y Andrés Townsend, Al lado de Luis Bedoya estaban Mario Polar y Ernesto Alayza Grundy. En la izquierda se destacaban Carlos Malpica, Ricardo Napurí, Genaro Ledesma entre muchos otros. Era una asamblea conformada por gentes cultas. En 1980, el senado repitió una conformación muy similar, igual en 1985. La década de 1980 fue además la década de los partidos políticos como AP, PPC, APRA, FOCEP, FNTC, PSR, PCR, PCP,UDP, y también fue la década de la militancia política. Sólo el APRA tenía más de un millón de afiliados: la anhelada modernidad política parecía haber llegado.

Pero en simultáneo, la transición demográfica y la caída del muro de contención hacendatario precipitaron olas de migraciones del campo a la ciudad y el vertiginoso nacimiento del Perú informal para el que la modernidad política era él último de sus problemas. Carente de prácticamente todos los servicios básicos, sus demandas al Estado clamaban por vivienda, agua, luz, desagüe, educación, salud, las mismas que fueron incumplidas por una impagable deuda externa, por las bombas de Sendero y porque Alan García, junto con los principales empresarios del Perú, dilapidaron las reservas nacionales en menos de dos años con lo que se abrió paso la crisis económica más severa de la historia del Perú. Lo que sigue es conocido, el descrédito de la clase política motivó el triunfo del outsider Alberto Fujimori en las elecciones presidenciales de 1990. El naciente Perú informal prefirió bueno por conocer y darle su voto a quien no provenía de la, por aquel entonces, tan desprestigiada clase política tradicional.

Y aquí le doy paso a mi siguiente herejía, el tercer proyecto político del Perú del siglo XX, autoritario, patrimonialista, asistencialista, populista y malhadado, fue el fujimorismo. Pero si algo no fue la dictadura de Cambio 90 es improvisada, y mucho menos desde el autogolpe del cinco de abril de 1992. Tras este, Fujimori se decantó por un modelo que él comprendió que iba de acuerdo con las circunstancias nacionales. Poco interesado en la institucionalidad, y menos aún en nuestra esquiva modernidad política, gobernó pensando en la satisfacción directa de las necesidades básicas de los sectores emergentes, canalizadas desde el omnipotente ministerio de la Presidencia.

De esta manera, la relación entre Alberto Fujimori y el pueblo fue directa, nadie más construía y hacía obra en el Perú, solo él. Esta actuación le dio forma a la cultura política del Perú informal, de raigambre populista. Al caer Fujimori, la misma política redial y asistencial se reproduce en cada gobierno regional, provincial y distrital, el asistencialismo clientelar es lo que tenemos hoy por política en lugar de la modernidad, y esto es todo el país.
Por eso cada Congreso que elegimos es igual o peor que el anterior y lo seguirá siendo pues casi todos los candidatos se reclutan del modelo político heredado del fujimorismo, amalgamado con la informalidad. Debo subrayar, sin embargo, que dicho modelo no es invento del fujimorismo sin más. Así comenzó el Perú Republicano, y, en realidad, siempre fuimos un país clientelar, siempre hubo un señor potentado local, con una red de paniaguados alrededor en busca de la prebenda, siempre hubo un coimero y un coimeador, como una ley no escrita en lugar de la vocación por el servicio público como base de los modelos, funcionales o no, que he reseñado en estas líneas.

Respecto de los últimos veintidós años, 2000 – 2022, si lo pensamos bien, al nivel del modelo político asistencial, lo único que han hecho todos los gobiernos que hemos elegido es administrarlo lo mejor o peor posible, pero sin proponer ningún proyecto o reforma de fondo que pudiese atacar las bases del sistema para modificarlo sustancialmente y pensar, al menos, en niveles mínimos de modernidad y representación política de calidad. Al contrario, la creación de 24 regiones durante el quinquenio de Alejandro Toledo y la transferencia de recursos a estas durante el de Alan García nos han devuelto al centrifuguismo y la anarquía de los primeros tiempos republicanos y eso es exactamente lo que estamos viviendo. Por eso no hay país y menos desde la guerra entre poderes del Estado iniciada por la sucesora Keiko Fujimori en 2016, guerra sorda, política y no económica, pero que carcome la economía y que nos ofrece, desde que se inició, el triste saldo de un presidente por año, y que no sabe como detenerse.

¿Tiene solución el Perú? Cómo yo lo veo, el Perú contemporáneo, en los últimos cincuenta años ha dejado paulatinamente de ser un país. El país oligárquico y terrateniente que fuimos no ha dado lugar a una organización distinta que lo reemplace, nos hemos convertido en un país invertebrado, en un país que solo existe en el imaginario.

El problema del Perú no es que estemos en el partidor, el problema es que, por más que nos pongamos a buscar, no encontraremos un partidor, no a simple vista. Aquí la legalidad fue derrotada brutalmente por la corrupción y por los intereses subalternos, la modernidad política yace inerme en el piso, sin visos de poder levantarse.

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