Aunque el debate respecto de la ley del Congreso que “elimina el lenguaje inclusivo” habrá de continuar por las posiciones radicales de algunas instituciones y personas, una reflexión personal me dice que este asunto es uno de los varios que se presta para la confusión entre la forma y el fondo, entre lo aparente y lo verdadero.
Ninguna persona –en especial un varón- medianamente informado y suficientemente lúcido podría hacer una defensa del machismo en la vida contemporánea. Eso no significa que el machismo no exista, pero casi siempre está asociado a una muy baja formación o a un trauma sicológico de quien lo defienda o practique. Por tanto, la eliminación del machismo –como una creencia y práctica social que supone al hombre como superior a la mujer - es más un asunto educacional o síquico que el simple uso del lenguaje.
Es sumamente justo que la reivindicación femenina haya alcanzado los niveles de igualdad que hoy se muestran y que de seguro continuarán hacia lo que esté pendiente. Por ello, la tarea redentora del feminismo requiere mantener los objetivos sociales, políticos y aún filosóficos que le dieron dignidad y sentido a sus demandas desde fines del siglo XVIII. Empero, más que los argumentos que pudieran esgrimirse contra este movimiento, es probable que su mayor debilidad esté en sus propias demandas cuando éstas rozan con lo innecesario: las y los, ellas y ellos, todas y todos, hasta el increíble todEs.
Cuando las exigencias se tornan en banales o imperativas, el feminismo corre el riesgo de convertirse solo en la contraparte del repudiable machismo, en lugar de ser un logro de la humanidad.
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