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Jueves 19 de octubre 2023

La tierra del arco iris

Por: Arturo Ojeda Salazar
La tierra del arco iris
Foto: AOS

 

Desde allá, por donde vuelan los cóndores, viene bajando de boca en boca un nuevo relato. Poco a poco conmueve a a las poblaciones de los Andes y a sus hijos que se han dispersado por los territorios que alguna vez caminaron nuestros ancestros, el antiguo Tawantinsuyo.

Dice la leyenda, que hace mucho tiempo, cuando los ríos de la costa, aún tenían voz, las cumbres de los viejos Apus lucían de blanco y sus laderas acogían plantas, cuyos frutos tenían todos los colores, había una gran comunidad que se llamaba Tawantinsuyu. Se asentó en un territorio que el gran dios Pachacamac, le cedió a Inkario, cuando se desposó con Mamandina, mujer fuerte y sabia, hija de la Pachamama. De la unión de ambos, nació Colla, la hija primera. Luego, llegó Yaku, hijo hombre , orgullo de su padre. Finalmente, nació otra mujercita, Wanka. Era pequeña, pero aún así siempre fuerte.

Inkario tenía el deber de cuidar a su familia, hacer de ella un ayllu. Con el cual difundir su cultura y forma de vida al resto de marcas a que había dado origen la Pachamama. Así lo hizo. Llegó más hacia el norte, a las tierras donde el los rayos del taita Inti calientan con más fuerza. En aquel lugar, también encontró mujeres muy bellas. Se enamoró de una y se amancebó con ella. Una princesa, de quien nació Chinchay. Un hombrecito, fuerte como su padre, pero vivaz y alegre como todos los del lugar que lo vio crecer.

Inkario, amaba a todos sus hijos. La Mamandina respetó la voluntad de su esposo de tener un hijo con otra mujer, de lugar lejano. Y les enseñó a sus propios hijos que debían reconocerlo también. Pero, los celos por el amor del padre siempre existieron. Inkario, continuó sus viajes hacia el norte. Hacia otras tierras de las cuales había escuchado nombrar y que se encontraban lejos, muy lejos. Decían que eran lugares con grandes edificaciones que intentaban llegar al cielo, y que habían sido construidas con la dirección de aves gigantes, de dimensiones enormes, como la de su dios alado, el Kuntur.

Lamentablemente, en los viajes, cogió una rara enfermedad que le afectó las carnes, con voluminosas y sanguinolentas bolsas, de color casi negro. Los curacas no sabían cómo sanarlo. Se presentía entonces que una desgracia iba a ocurrir. Inkario, consciente de su situación, llamó a sus 4 hijos y les distribuyó los suyus que él había amalgamado. Colla, se quedaría junto a su madre en Qosqomanta y todo al sur de ese lugar sería suyo. El Yaku,de fuerte contextura y espíritu aventurero, tendría las tierras del este, ahí donde crece el inmenso bosque y os grandes ríos. Para Wanka, la pequeña, serían las tierras del oeste, ahí donde llega el gran rio, de aguas de sabor salado.

Para su último hijo, el Chinchay, no quedaba sino reconocerle que se quede con las tierras de su madre, ahí donde el dios Inti, brilla siempre. “Ustedes son mis wawas, los quiero a cada uno por igual. Mantenganse siempre unidos. Amense como waykis, con la misma fuerza que los amo yo”. Fueron las últimas palabras de Inkario, pensando que sus hijos irían a respetar su voluntad. Cerró los ojos y fue a reencontrarse con los antepasados, de la mano de los dioses cuidadores.

No pasó mucho tiempo en que las diferencias aparecieron. Los hermanos hombres disputaron hasta hacerse la guerra. La fuerza de las panacas familiares se impusieron. Pachacámac, el gran Dios creador, se disgustó mucho por la desunión de los hermanos y su actitud fratricida, en especial de los dos machos. Sentenció que perderían todo lo que Inkario les había dejado. “Todo lo que tengan lo perderán ante invasores extranjeros, que vendrán a someterlos y tomar control de sus tierras y sus mujeres”. Y así fue, al tiempo, llegaron hombres de lugares lejanos. Eran muy altos. Sus carnes brillaban ante los rayos del dios Inti. Tenían en sus brazos unas lanzas de las que salía fuego que mataban hasta a los valientes guerreros. Iban unidos a animales cuyos gritos parecían salidos del infierno. No había duda, debían ser supaypawawas.

Por obra de la división entre los hermanos, todo lo que conocían, se vino abajo. El conquistador, un tal Francisco, para demostrar su poderío, hizo suya a la Mamandina, mujer aún hermosa y en edad de procrear. De esa unión, nació Rimacita, una niña mestiza, con el color de la piel como su padre, pero con los rasgos físicos de su madre andina. Como el invasor tenía miedo de sufrir venganza por sus actos, partió hacia a las marcas que le habían dado a la pequeña Wanka, aún muy niña para entender lo que ocurría. Más, el frío, las lluvias, y el temor a la insurgencia de los runas, lo hicieron mudarse más hacia otro lugar. Cerca a lo que llamaba mar, donde podría recibir ayuda de su gente invasora. Y de ser el caso, huir. Se llevó con ella a Rimacita, su hija. Para quien construiría una ciudad entera. Donde ambos habrían de vivir. En ese lugar, pensaba el invasor, ella tendría que olvidar que su verdadero linaje es andino.

Pensando de esa manera, es que Francisco le puso otro nombre al territorio que unificó Inkario. Intentaba de que se olvidara cualquier recuerdo de él. Estaba celoso . Sabía que fue un gran conductor de su pueblo, dejando lecciones y obras que otras naciones envidiarían. El nombre elegido, fue el de Perú. El cual, tomó de una zona que se encontraba en la tierra de Chinchay. Creyó así poder ganarse su leal amistad. Con mucha habilidad, el invasor dividió a los hermanos. Cada uno se fue para su propio suyu. La unidad que Inkario había pedido a sus hijos, se había roto.

Todo eso fue muy doloroso y humillante para Colla. Ella, salió del Qosqo, donde corría peligro su vida. Huyó a un lugar secreto, en lo alto de una cumbre, donde solo iban las ñustas y los gobernantes buscando el descanso, cerca de los dioses Inti y Killa. Aprovechó para ir a lo alto del apu Wayna Picchu. Ahí, estaba en contacto con los dioses del firmamento, de quienes daban la lluvia y la luz, el trueno y la nieve. La vida y la muerte. De día, el cielo era azul, amplio y profundo. De noche, negro y transparente, dejando ver a las estrellas. Dioses menores que también cuidaban de las gentes. Cada día elevaba sus ruegos a las deidades de sus padres, esperando poder conmoverlos.

Pasaba y pasaba el tiempo. El invasor, trajo otras mujeres con las que también se amancebó. Unas, de piel oscura, del color de las plumas del Kuntur, pero que no podían llegar hasta las punas, quedándose solo en la región de las chalas. Después, llegó otra mujer, de contextura delgada y pequeña. Sus ojos también lo eran. El color de su piel era distinta, como el de la Pachamama cuando está al pie del gran río por el que llegó el invasor. Su comportamiento era dócil y suniso. A todas se les vio trabajar harto. De ellas también nacieron hijos, con los cuales se labró la tierra. Es que el invasor en su impiedad, acabó con gran número de nuestra población. Y no había con quién cultivar la tierra. Los hijos del Ande, fueron arrinconados a las punas. Ahí donde surcaban los ríos, el invasor formó lo que llamó villas o ciudades. Donde vivía junto a sus familias y servidores. El hombre del Ande jamás agachó la cabeza, manteniendo su rebeldía. Topac Amaru fue el más importante de ellos. Se alzó contra el poder, reivindicando nuestra grandeza, por ser descendiente de Inkario. Pero, otra vez, la división lo derrotó. Y la pagó muy caro, con su propia vida y la de su familia.

Años después de esa gran lucha, los habitantes de las villas, los hijos de los invasores, se desprendieron de las ataduras con sus antepasados de ciudad lejana. Supieron del amor a esta hermosa tierra. Pero, no nos reconocían a nosotros que también la habíamos habitado. Solo querían estar ellos. Sin nosotros. Así que nos excluyeron.

La situación del pueblo andino, cada día era más dolorosa. Y ya no solo eran ellos. También la sufrían las gentes que llegaron desde lejos. Todas las noches, en los cielos, solo se escuchaban los ruegos y lamentos de miles de voces que clamaban misericordia y justicia. Los dioses no podían continuar con su actitud, discutiendo hasta cuándo iría a sufrir este digno pueblo, por lo que había ocurrido en el pasado. Mucho peor, con lo que se veía en lugares lejanos en que los hombres se mataban peor que animales. Entonces, tomaron un acuerdo que encargaron al mayor de ellos, Inti, transmitiera a Colla.

El dios sol, procedió. Usó de mensajera a Urpi, una paloma, quien le hizo saber a Colla que Inti le hablaría el día en que un astro mensajero pasara cerca a la Tierra. Ese día, en que el planeta estaría conturbado, lo aprovecharían para hablar a solas, los dos. La hija más leal se puso muy contenta, pensando que de inmediato sus pesares serían resueltos. No fue así. El dios, le hizo ver que lo que pasaba era producto de la falta de madurez de los hijos de Imkario para trabajar juntos. Que, el invasor no hubiera vencido, si ellos hubieran estado unidos. Llegarían más gentes, le anuncio Inti a Colla. Vendrían personas de otros parajes, con pieles y cabellos de otros colores. Echarían raíces aquí también. En el lugar que sus hermanos no supieron defender. Colla, callada, con la cabeza baja, escuchaba, lagrimeando. El mundo se acababa -pensó ella- para toda su progenie. ¿Qué sería de sus Apus, de sus cochas, de sus ríos, de tantos y tantos alimentos que la Pachamama les había cedido, producto de su trabajo, cultivando la tierra? Ella, ya veía cómo los invasores pisoteaban las tierras de cultivo, ensuciaban los ríos, horadaban a los apus, en busca de piedras de gran brillo, como el sol y la luna. “¿Ustedes quieren eso, ustedes protegen eso?” Le reclamó altiva, pero con lágrimas en los ojos al dios que le había hablado. “¿No son acaso los dioses de la naturaleza, de todo lo que nos rodea y nos permite la vida? ¿O es que ustedes se han convertido en los dioses de la muerte?”.

Inti, la miró conmovido. Tenía razón. Hasta dónde su castigo contra una familia dividida iría a perjudicar al mundo que existía. “Lo que pasa es culpa de ustedes”, le respondió la divinidad astral. “Y solo ustedes podrán resolverlo”. Colla bajó la cabeza. Sabía que tenía razón. “Si los hermanos nos unimos de nuevo, como una sola familia, podremos recuperar lo que es nuestro?” Preguntó ansiosamente ella. “Sí, pero la familia no son solo los hijos de padre y madre. Tienes a Chinchay, hijo de tu padre. Y a Rimacita, hija de tu madre. Todos ellos son también tu familia”. Le respondió Inti. “Sí, tienes razón. Son también mis hermanos, y los quiero. Por sus
venas igualmente circula mi sangre”. Respondió Colla. “Me alegra que lo digas”, retrucó Inti. “Entonces, si logro unirlos a todos, ¿volveremos a tener lo nuestro?” Preguntó con entusiasmo y esperanza la hija de Injario.

“Ya no están solo ustedes, querida hija. En su suelo, ya ponen su esfuerzo, los hijos de otras madres. Los que vinieron de lejos. Por su esfuerzo, a ellos también pertenece esta tierra”, culminó el astro rey. “Está bien, mi divinidad protectora. Si nos unimos todos, haremos de esta nuestra tierra, un mejor lugar para vivir en armonía, trabajar, alimentarse, producir, hermanarse, proteger la naturaleza, vivir en paz y libertad”. “Tú, lo has dicho, Colla, hija de Inkario. Tu deber es unirlos a todos. A todas las sangres, a todos los colores. Como en un arco iris. Diversos, pero juntos. Al hacerlo, brillarán como una sola luz. Como huella de esta promesa que te hago, a tí y a tu pueblo. Dejaré grabado en un Apu de Qosqomanta los siete colores, que tú has prometido juntar. Lo que será ejemplo para el resto de la Humanidad”.

Colla, llena de esperanza, dejó su escondite de Machu Picchu, para volver a su marca, el gran Qosqo. Dejó de cubrir el camino, por el cual en poco tiempo abría de llegar un extranjero, llamado Birgham. LO hizo adrede. Para que el mundo supiera que, lo que alguna vez hubo aquí, no solo fue grande, sino que volvería, para el bien de todos. Lo que queda, no es sino unirnos, recuperar nuestros valores, nuestra grandeza, todas las culturas, todos los colores. Haciendo juntos, un solo rayo de luz, con el cual iluminar a al apenumbrada Humanidad.

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