Hace unas semanas publiqué La Guerra de los Extremos, una columna en la que, sucintamente, explico los tópicos principales del debate político contemporáneo: el neoconservadurismo, el libertarismo y el progresismo radical, y como estas tendencias han devenido en posturas extremistas que niegan al otro y destruyen la posibilidad del diálogo y la convivencia democráticos.
Lo sucedido ayer en Chile en la mejor demostración de esta nueva configuración de las ideologías a nivel mundial, con matices europeos, norteamericanos, latinoamericanos, pero mundial, finalmente. En 2019-2020, las multitudes chilenas se alzaron demandando reformas socioeconómicas para palear las enormes desigualdades de un país entre los más ricos de la región, pero cuya redistribución de la riqueza impide que el bienestar alcance a las grandes mayorías.
Las protestas derivaron en una Convención Constitucional que redactó el borrador de una Carta Magna en el que las plataformas de lucha culturales de los progresismos radicales desplazaron a un segundo plano las demandas sociales de las mayorías. De esta manera, las agendas feministas y LGTBI, muchas de ellas justas, ocuparon el lugar central del texto constituyente y muchos celebraron que Chile estaba a punto de aprobar la Primera Constitución de Género en el mundo. Al final, la ciudadanía rechazó largamente la propuesta que, justa o no, no representaba fielmente las motivaciones tras las protestas de 2019 y 2020.
Los supuestos excesos de dicho texto constitucional fueron canalizados por la derecha cercana al pinochetismo de José Antonio Kast y su conservador Partido Republicano quienes impusieron condiciones en la elaboración de un borrador de Carta Magna supletorio. Los derechistas también interpretaron mal el mensaje. La nueva propuesta no mencionaba una sola vez la palabra género, ni menos las siglas LGTBI; apostó abiertamente por un solo modelo de familia de padres heterosexuales y ni siquiera era contundente y proactivo respecto de las reformas sociales tan esperadas y reclamadas por los chilenos. Cuando el 4 de septiembre de 2022 se produjo en Chile el primer plebiscito constitucional, la campaña por el “no apruebo” utilizó la consigna “Así No”, pues la respuesta de ayer, 17 de diciembre, les ha respondido: “Así Tampoco”.
En su mensaje a la Nación, de ayer, tras conocerse los resultados, un aplomado Gabriel Boric les restó cualquier tinte triunfalista a sus palabras, a pesar de que la campaña de la derecha quiso convertir el plebiscito en un referéndum en el cual votar por la nueva Carta Magna era votar contra en mandatario, que además presentaba bajos índices de popularidad. Al final, Boric ha decidido cerrar ya el capítulo constitucional y anunciar que su gobierno ingresa a una etapa en la que se ocupará prioritariamente de las reformas sociales por las que se levantaron los chilenos en 2019-2020.
La apuesta de Boric nos parece la más sensata. Lo que no nos parece sensato es que la clase política chilena, de derecha y de izquierda, lo que incluye, ciertamente, a su Primer Mandatario, no haya sido capaz de concertar, en casi 4 años, un texto constitucional equilibrado que pudiese estar al alcance del voto ciudadano mayoritario, condenando así al emprendedor país del sur de América a una tensión desgastante y muchas expectativas frustradas.
Una pregunta que nos deja Chile es hasta qué punto las derechas e izquierdas extremas de hoy, que no son las del siglo XX, representan más a élites o vanguardias políticas minoritarias que a las mayorías ciudadanas. Los grandes derrotados en Chile, más allá de maniqueísmos, son precisamente el libertarismo, el neoconservadurismo y el progresismo radical. Enfrentamos así, un divorcio entre dirigentes y dirigidos, entre la clase político y el pueblo que aquella dice y cree representar. Entonces el espacio para el centro democrático, ceñido a los derechos universales de 1948, sigue abierto, faltan las personas, los representantes, los interlocutores, los que lo hagan suyo nuevamente. Y el caso chileno, que abre una ventana de oportunidad, podría ser expansivo.