Mucho de lo que funciona mal o no funciona en nuestro país suele ser atribuido a una llamada “crisis de institucionalidad”. Si entendemos como institucional aquello que existe porque ha sido creado para atender determinados asuntos o solucionar problemas, estaríamos aludiendo a casi todo lo que tenemos como sociedad; es decir, lo que como seres humanos hemos ido creando para poder convivir. Expertos en estos asuntos señalan que la palabra institución designa todo lo que ha sido creado por el hombre en oposición a lo que es natural. Vaya uno a saber si convivir de “manera natural” nos hubiera conducido a la temida “ley de la selva” o que se hubiesen hecho realidad los atractivos del jardín del Edén.
Lo real y evidente es que vivimos una época marcada por la desconfianza y el libertinaje –aplicado a la falta de límites, en general- que se puede traducir, criollamente hablando, en: “está pintado en la pared”; “hecha la ley, hecha la trampa”; “no es mi problema”; “a tí qué te importa”; “nadie te ve”; “hay que aprimerar (sic)”; y cuanta expresión aluda a que no existe freno alguno para hacer lo que a alguien le venga en gana o necesite. Tiempo atrás ya se advertía todo esto cuando se decía que vivíamos en estado de “anomia”; es decir que había una ausencia de normas o convenciones en la sociedad o en las personas. O aún algo más grave: puede que existan pero nadie las respeta.
Los invito a identificar qué instituciones en el país merecen un respeto unánime, ya sean públicas y también privadas. Si las hubiese, les van a sobrar dedos en una mano. En cuanto a personalidades individuales, la situación es similar.